¿Cuántas veces nos lamentamos de que no tenemos tiempo para nada? ¿De que nos levantamos de madrugada para ir a trabajar y apenas llegamos a casa para preparar la cena?

Pues no, en ningún caso se trata de una sensación subjetiva, ni de una percepción exagerada propia de quienes intentamos encajar en una misma jornada las obligaciones laborales, las responsabilidades familiares y, con suerte, algún instante de pausa. Se trata de un desequilibrio estructural, heredado de un modelo productivo obsoleto que nos mantiene atrapados en unas franjas horarias que no solo desafían la lógica del bienestar, sino que también perjudican la eficiencia de las empresas y la competitividad del país.

En Catalunya, y en el resto del Estado también, el tiempo se estira de forma ficticia. El prime time televisivo empieza a una hora que en la inmensa mayoría de países europeos se considera intempestiva. Las comidas se retrasan, las reuniones se alargan más de lo necesario, las extraescolares terminan cuando ya es de noche y, en general, vivimos con la sensación de ir siempre tarde, a remolque de un reloj que no hemos escogido. Y mientras tanto, nos preguntamos por qué no nos cuadran las agendas, por qué la productividad no remonta y por qué cada vez cuesta más retener talento.

Según datos de la Encuesta de Empleo del Tiempo del Instituto Nacional de Estadística, a las siete de la tarde un 30% de la población española sigue trabajando. Por el contrario, en Francia o Alemania este porcentaje no alcanza el 10%. Esta desconexión entre nuestro horario y el del resto del entorno europeo no es banal: condiciona hábitos, impacta en la salud mental, afecta al rendimiento y dificulta la conciliación familiar y personal.

A las siete de la tarde un 30% de la población española sigue trabajando. En Francia o Alemania este porcentaje no alcanza el 10%

Lo que vivimos no es solo un desfase horario. Es una anomalía estructural, una disonancia crónica que nos condena a jornadas interminables e improductivas. Se calcula que el Estado español es uno de los países con más horas trabajadas por persona, pero con una productividad por hora por debajo de la media de la Unión Europea. ¿Cómo explicamos entonces que, trabajando más, no produzcamos mejor? La respuesta, fácilmente, reside en cómo distribuimos ese tiempo y en cómo nos organizamos, más que en el número de horas que pasamos frente a una pantalla o dentro de una oficina.

Hace décadas que el debate sobre la reforma horaria está sobre la mesa, pero lamentablemente sigue siendo una discusión más estética que efectiva. La realidad es que seguimos arrastrando una jornada partida que fragmenta la vida, destruye el tiempo de calidad y cronifica el estrés. Continuamos confundiendo presencialidad con rendimiento, y hacemos de la disponibilidad horaria una virtud en lugar de identificarla como síntoma de un sistema disfuncional.

La falta de conciliación no es solo un problema individual. Es un problema económico de primer orden. Las empresas que no lo entienden están abocadas a perder talento, muy especialmente entre las generaciones más jóvenes, que ya no están dispuestas a sacrificar vida por dinero. Y no hablamos únicamente del anhelo de flexibilidad: hablamos de la necesidad urgente de volver a situar el tiempo como un activo valioso y limitado, tanto o más que el capital. En una encuesta reciente de la OCDE, España se presenta como el país europeo con peor percepción de conciliación entre trabajo y vida personal. No es ninguna sorpresa.

Y, por supuesto, hay que hablar de salud. Tal como indica un estudio publicado en la prestigiosa revista The Lancet, las jornadas laborales prolongadas —superiores a 55 horas semanales— incrementan el riesgo de ictus y enfermedades cardiovasculares. A esto hay que añadir también el impacto psicológico: fatiga crónica, insomnio, irritabilidad, baja motivación y, en muchos casos, síntomas de burnout. Todo ello configura un escenario en el que el capital humano se ve erosionado por un uso abusivo del tiempo. La paradoja es brutal: pretendemos ser más competitivos a base de exprimir más y más a las personas, cuando lo que realmente necesitamos es preservarlas.

La reforma horaria debería ser una prioridad económica y política. No podemos seguir actuando como si el tiempo no tuviera consecuencias

La cuestión de fondo es cultural. Arrastramos una inercia que normaliza almuerzos larguísimos y a horas intempestivas, reuniones a media tarde y llamadas laborales cuando el sol ya se ha ido. Hemos hecho del “mañana lo hacemos” un lema de supervivencia. Y hemos olvidado que el tiempo bien gestionado no solo favorece la rentabilidad, sino que también propicia un entorno más justo. Más justo con quien tiene hijos, con quien cuida familiares, con quien estudia, con quien quiere descansar. Y con quien, sencillamente, quiere vivir.

Hay iniciativas que trabajan para revertir esta tendencia. Empresas que optan por la jornada intensiva, que eliminan las reuniones a partir de las cuatro de la tarde, y que apuestan por la flexibilidad horaria real y no solo declarativa. Pero siguen siendo excepciones, y a menudo chocan con una estructura empresarial demasiado rígida y una administración poco ejemplar. Aún no hemos entendido que un país que ignora la conciliación está condenado a perder capital humano de calidad. Y que la desconexión no es un capricho, sino una condición para el rendimiento sostenido.

Y, contrariamente a lo que algunos piensan, el cambio de hábitos horarios beneficiaría por igual a trabajadores y tejido empresarial. La eficiencia no es solo una cuestión de recursos, sino de ritmos. Empresas más organizadas, con jornadas más cortas y productivas, son empresas más resilientes, más competitivas y con una menor rotación de personal. Y eso, al final, también es rentabilidad.

La reforma horaria debería ser hoy una prioridad económica y política. No podemos seguir actuando como si el tiempo no tuviera consecuencias. Habría que revisar horarios comerciales, escolares y laborales en clave europea. Adelantar el horario de máxima audiencia. Reducir la extensión de las jornadas. Premiar las buenas prácticas de gestión horaria dentro de las empresas. Y, sobre todo, generar una nueva cultura del tiempo que no glorifique el agotamiento.

Porque si nuestro reloj no juega a favor, nos estamos disparando un tiro en el pie. Si no recuperamos el tiempo para vivir, tampoco sabremos utilizarlo para trabajar mejor. Y esto no es una cuestión de bienestar: es una cuestión de inteligencia económica.