En las últimas semanas, se ha producido un debate sobre el desempeño a largo plazo de las economías española y catalana. La última nota del Cercle d’Economia plantea la cuestión de la convergencia en PIB por habitante de España con Europa y apunta al débil crecimiento de la productividad como el principal factor explicativo del diferencial existente. El propósito de este artículo es ayudar al lector a orientarse en el debate, adoptando una visión de largo plazo, que capte las tendencias principales, haciendo abstracción de las fluctuaciones cíclicas al alza o a la baja –particularmente acusadas en el caso de la economía española. Por razones de espacio, nos limitaremos al caso de la economía española en comparación con los países de la UEM.

El primer aspecto que deber tenerse en cuenta cuando se trata de evaluar el desempeño de una economía en el largo plazo son los puntos inicial y final del ejercicio comparativo. Si esos puntos coinciden con los máximos y mínimos cíclicos estaremos facilitando una interpretación sesgada de los datos. Por ejemplo, si elegimos los años 2006 o 2007 como punto inicial, dado que se trata de un máximo cíclico de la economía española, en el que se alcanzaron niveles de PIB insostenibles, como consecuencia de un patrón de crecimiento profundamente desequilibrado, la comparativa con el desempeño en años posteriores aparecerá sesgada a la baja. Y si tomamos como punto final los años 2021 o 2022, cuando la economía española no se había recuperado totalmente del shock asociado con la pandemia de 2020, el sesgo a la baja se agudiza. En sentido inverso, si tomáramos como punto de partida el 2013 o el 2014, en los puntos más bajos del ciclo, la comparación con años posteriores aparecería sesgada al alza. También es importante tener en cuenta con qué países se realiza la comparación. No son lo mismo los 20 países que conforman la Unión Económica y Monetaria que los 27 que constituyen la Unión Europea. Estos últimos incluyen algunas economías –como Polonia, Rumania o Chequia–, que partiendo de niveles significativamente por debajo de la media de la UE han experimentado rápidos crecimientos, que sesgan a la baja la convergencia con la media de una economía relativamente más desarrollada, como es la española.

Si se toma como referencia la UEM-20 y como puntos inicial y final del ejercicio comparativo los años 2000 y 2019 –es decir, desde la creación de la UEM hasta el año inmediatamente anterior a la pandemia– observamos que el PIB per cápita de la economía española, medido a precios constantes para neutralizar el efecto de la inflación, ha aumentado en términos reales un 17,4%, mientras que el aumento en el conjunto de la UEM ha sido del 18,4%: un punto más. En términos relativos –utilizando en este caso el PIB a precios corrientes y ajustados en Paridad de Poder Adquisitivo (PPA)– el PIB per cápita español ha pasado de representar el 85,7% de la UEM el 2000 al 86,1% el 2019. Por lo tanto, más que divergencia, lo que se observa, si hacemos abstracción de las desviaciones asociadas con el ciclo o con shocks excepcionales, pero transitorios, es una cierta estabilidad a largo plazo del diferencial entre España y Europa. Es decir, el año 2019 la economía española se encontraba prácticamente a la misma distancia de la media que el 2000. Mientras que el nivel de vida –en términos del PIB real por habitante– había aumentado a un ritmo parecido a la media de la UEM: algo más de un 17% en 20 años, equivalente a un crecimiento interanual acumulativo del 0,9%. En conclusión: persistencia del diferencial con la UEM en promedio a largo plazo y progreso similar, pero insuficiente del nivel de vida –insuficiente en la medida en que la economía española debería aspirar a un mayor (y mejor) crecimiento para alcanzar la convergencia. (En igual periodo, el PIB por habitante de Alemania, una de las economías claramente ganadoras del proceso de integración, ha avanzado casi un 25%.)

¿La economía española podría haber convergido y progresado más y mejor entre 2000 y 2019? Podría. ¿Qué ha fallado o que ha faltado? ¿Y qué políticas serían más efectivas para corregir el rumbo? Para intentar responder estas preguntas es útil descomponer el PIB por habitante en los tres factores que lo explican: el productivo, el laboral y el demográfico. Es decir: el PIB por persona ocupada, la tasa de ocupación (porcentaje de personas ocupadas sobre la población activa) y la tasa de actividad (porcentaje de personas activas sobre la población total). Empezando por el primero, el PIB real (a precios constantes) por ocupado de la economía española aumentó un 12% entre 2000 y 2019, un punto más que el 11% de la UEM en su conjunto e igual que Alemania (en este último caso, la comparación podría estar sesgada por una mayor penetración del trabajo a tiempo parcial en el caso alemán). Sin embargo, en porcentaje de la media de la UEM la distancia es aún significativa (91,6% el 2000 y 93,6% el 2019, ajustando el PIB por ocupado por PPA). A su vez, es posible descomponer el PIB por ocupado en dos factores: la dotación de capital por persona trabajadora y un factor residual que engloba aspectos como el nivel tecnológico y la calidad del marco institucional. La distancia en productividad con la UEM depende fundamentalmente de este factor residual, que refleja un patrón de especialización sectorial poco intensivo en formación e innovación y un marco institucional mejorable. Por lo tanto, una de las claves para crecer y converger sería garantizar unas reglas de juego que den seguridad y confianza a la inversión a largo plazo, primando aquella más intensiva en conocimiento y tecnología con una política industrial eficaz.

Un segundo factor diferencial con la UEM es el laboral: la tasa de ocupación de la economía española ha retrocedido desde el 87,1% el 2000 al 86,0% el 2019, mientras que en la UEM progresaba del 91,5% al 93,1% durante el mismo periodo. A la vista de los datos recientes de ocupación, es posible que la última reforma laboral esté ayudando a corregir este déficit crónico de la economía española. Pero no está claro que sin reformas adicionales el aumento de la tasa de empleo sea compatible con la mejora continua de la productividad. Por otro lado, el factor demográfico –la tasa de actividad– ha evolucionado mejor que la media de la UEM, pasando del 47,3% el 2000 (48,1% en la UEM) al 50,2% el 2019 (49,9% en la UEM). Se trata de un hecho notable, ya que entre 2000 y 2019 la población residente ha aumentado en 6,7 millones de personas, mayoritariamente inmigrantes, lo que representa casi un 30% del incremento de la población en el conjunto de la UEM. Hay que tener en cuenta que, sin la aportación de la inmigración al crecimiento de la población activa, el envejecimiento de la población autóctona lleva a una caída de la tasa de actividad, con efectos depresores sobre el PIB por habitante. Por lo tanto, el factor demográfico, que reclama una gestión adecuada del envejecimiento y de la inmigración, habría de ser también una prioridad de la política económica, juntamente con los factores productivo y laboral. La economía española no ha entrado aún en abierta decadencia, pero sí está en un punto de inflexión en el que la balanza puede inclinarse en uno u otro sentido. (Está por ver si una vez superados los efectos de la pandemia retomará la tendencia anterior.) En cualquier caso, y más allá de las cifras, la nota del Cercle acierta en la contundencia del mensaje: hay que fijar prioridades claras y conseguir consensos amplios para transformarlas en políticas efectivas. El futuro no espera a nadie, pero acoge a los que lo anticipan.