¿Consumimos porque toca? La economía emocional de los días impuestos

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 2 de diciembre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Hemos llegado a un punto en el que el calendario ya no lo marcan la luna, las estaciones ni las tradiciones. Ahora lo determina la oferta, el descuento. El año empieza con rebajas; abril nos trae el “mid-season”; noviembre es sinónimo inevitable de Black Friday, y diciembre se convierte en una carrera frenética donde todo parece urgente. Es como si la vida se hubiera subordinado a un conjunto de eventos comerciales que, un día, alguien decidió que también serían nuestros. Y nosotros, sin mucha resistencia, los hemos adoptado como si fueran indispensables.
En Cataluña, el patrón es claro. Según el Idescat (2024), el comercio al por menor experimenta un aumento anómalo en noviembre, mientras la demanda durante el resto del año se mantiene casi plana. Podemos justificarlo como queramos, pero la realidad es terca: el consumo ya no responde a la necesidad, sino al calendario global impuesto. Esta misma tendencia se repite en Europa —como confirma Eurostat (2024)— y en España, donde la CNMC (2024) señala que más de la mitad de las compras en línea del cuarto trimestre se concentran entre el Black Friday y Navidad.
Pero los datos tan solo muestran la superficie. Lo que realmente importa es aquello que no se ve: nuestra relación emocional con el consumo
En pocos años, lo que había sido una decisión racional, meditada, hoy se ha convertido en un acto impulsado, casi instintivo. El mercado ha aprendido a manipular la urgencia. Ha transformado el miedo a perder una oportunidad en una estrategia comercial infalible. Mensajes como “quedan pocas unidades”, ventanas emergentes que anuncian “solo hoy” y temporizadores que simulan que la oferta desaparecerá en cuestión de segundos —como si la urgencia fuera real y no un reclamo disfrazado— son diseñados para acelerar decisiones y desactivar el criterio.
El mercado ha aprendido a manipular la urgencia. Ha transformado el miedo a perder una oportunidad en una estrategia comercial infalible
Esta presión no es neutra. Nos usurpa la calma, nos roba perspectiva. Nos mantiene en un estado de expectativa constante, donde todo parece urgente, pero nada es realmente esencial. Este mecanismo, diseñado con precisión por el marketing digital, activa las mismas áreas cerebrales que una recompensa inmediata. La dopamina entra en juego, y acabamos comprando para satisfacer un impulso inducido.
El resultado es un consumo emocional con consecuencias. Cada gasto impulsivo viene acompañado de una especie de resaca mental: una sensación de vacío, de desorden, de no saber muy bien el porqué se ha comprado lo que se ha comprado. Un sentimiento de arrepentimiento que la psicología ya tiene identificado y que se ha intensificado a medida que el calendario comercial ha colonizado cada mes del año.
Mientras tanto, el tejido empresarial catalán lucha por sobrevivir en este ecosistema. Las pymes, que representan la práctica totalidad de nuestro tejido empresarial, no pueden competir con estas plataformas que operan con márgenes imposibles, una logística agresiva y una capacidad ilimitada para captar la atención. Se ven arrastradas a participar en una dinámica que no han elegido y que a menudo no les es rentable. Tienen que afrontar picos de demanda imprevisibles, costes logísticos disparados, devoluciones masivas y jornadas de presión extrema concentradas en periodos muy concretos del año.
La economía del descuento tiene un impacto que va mucho más allá de lo que se ve. Afecta la salud laboral, la planificación empresarial y la calidad de vida de las personas que trabajan detrás de estas campañas. Hablamos de digitalización, sí, pero a menudo olvidamos la erosión emocional y operativa que implica trabajar en un entorno conquistado por emergencias artificiales, plazos irracionales y objetivos que únicamente tienen sentido dentro de una competición global no consensuada.
Nuestras pymes se ven arrastradas a participar en una dinámica que no han elegido y que a menudo no les es rentable
Diversos países europeos han comenzado a aplicar restricciones. Francia ha limitado la duración y el calendario de las rebajas para favorecer el comercio de proximidad. En el norte de Europa, algunas marcas y gobiernos ya han dejado de participar en el Black Friday, y en el caso de Alemania, se impulsan regulaciones para prevenir descuentos engañosos y garantizar más transparencia.
En Cataluña, por el contrario, absorbemos cada campaña que llega de fuera como si fuera una expresión natural de modernidad. Pero no lo es. Es una imposición del mercado global, asumida acríticamente en un país que lucha por preservar su identidad, el comercio de proximidad y un mínimo de sentido común económico.
Todo ello plantea una pregunta incómoda: ¿qué precio emocional, cultural y económico estamos aceptando a cambio de esta apariencia de progreso? Hemos convertido el consumo en una huida rápida, una distracción emocional, un confort efímero ante un contexto de presión e incertidumbre. Pero nada de esto construye bienestar. Nada de esto genera estabilidad. Nada de esto responde a lo que necesitamos como sociedad.
El control no reside en dejar de consumir, sino en recuperar la capacidad de decidir el cuándo y el porqué compramos
El problema no es comprar. El problema es hacerlo en piloto automático, confundiendo urgencia con necesidad, deseo con ansiedad.
Quizás ha llegado el momento de recuperar un poco de orden interno. De distinguir la voluntad del condicionamiento. De recordar que la vida no se tiene que sincronizar con ninguna campaña ni con ningún algoritmo.
El control no reside en dejar de consumir, sino en recuperar la capacidad de decidir el cuándo y el porqué compramos.