Barcelona ya no es nuestra

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 1 de julio de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Hay días en los cuales caminar por el centro de Barcelona es como atravesar un decorado que ya no nos pertenece. Calles saturadas, plazas reducidas a puntos de encuentro para grupos organizados, comercios de proximidad sustituidos por franquicias hechas con el mismo molde de fábrica y una lengua, el catalán, que parece impropio y fuera de lugar. Hay días que, simplemente, muchos no reconocemos nuestra ciudad. Y eso, a estas alturas, ya no es una percepción subjetiva: es un síntoma colectivo.
La cifra es conocida, pero no por eso menos escandalosa: el 2024 Barcelona recibió a más de 26 millones de turistas, según datos oficiales de Turismo de Barcelona. En una ciudad que justo supera el millón setecientos mil habitantes, el desajuste entre el volumen de visitantes y la capacidad de sostén urbano es flagrante. Este modelo de turismo masivo —continuo, intensivo y poco regulado— ha convertido la ciudad en una mercancía de consumo rápido, en un escaparate global pensado para ser recorrido, fotografiado y olvidado.
La consecuencia más demoledora de este modelo es la expulsión silenciosa de la ciudadanía. El precio del alquiler en la capital catalana ha aumentado un 68% en la última década, tal como indica el Índice de Precios de Alquiler del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. La especulación alimentada por el éxito turístico ha hecho de las viviendas un activo financiero y no un derecho fundamental. El número de pisos de uso turístico supera los 10.000, concentrados especialmente en los barrios más céntricos. El Raval ha perdido casi un 40% de sus residentes en veinte años. Ciutat Vella, prácticamente la mitad. No hay ciudad que resista una fuga tan acelerada de su tejido humano.
Pero hay un agravio menos visible e igualmente inquietante: el lingüístico. En esta Barcelona concebida para el turista, el catalán ha quedado relegado a una presencia ornamental. En muchos establecimientos comerciales, la atención al público se presta exclusivamente en castellano o en inglés. Los menús ya no incluyen nuestra lengua, y los guías turísticos ignoran sistemáticamente la toponimia catalana. Esta normalización del desplazamiento lingüístico es reveladora: nos estamos adaptando plenamente a quien nos visita, de manera que quien viene no tiene ningún estímulo ni incentivo para hacer lo mismo.
Nos han vendido durante años la idea de que había que ser "una ciudad abierta al mundo". Pero lo que finalmente hemos acabado siendo es una ciudad sin soberanía, sin capacidad para decidir quiénes somos, cómo queremos vivir y qué lengua nos identifica.
Que nadie me malinterprete. No se trata de rechazar el turismo, ni de oponernos al intercambio cultural. De hecho, el turismo ya supone el 14% de la economía de la ciudad y proporciona 150.000 puestos de trabajo, según el Consorcio de Turismo de Barcelona.
Pero lo que sí que tenemos que reconocer con urgencia es que este turismo, cuando es desmesurado y mal gestionado, erosiona la misma ciudad. Y Barcelona hace tiempo que sufre este desgaste.
El actual Ayuntamiento, liderado por Jaume Collboni, en un gesto que llega tarde, ha anunciado que no renovará las licencias de los pisos turísticos actuales una vez venzan en el 2028. Pero es lícito preguntarse si eso es una medida estructural o una maniobra de imagen. Cuatro años más de permisividad equivalen a cuatro años más de expulsión, de especulación y de pérdida de comunidad. Y mientras esperamos, si bien la tasa turística se ha duplicado, todavía estamos lejos de utilizarla como una herramienta de verdadero reequilibrio. De hecho, somos mucho más hábiles recaudando que restituyendo.
Por otra parte, el rechazo social al modelo actual de turismo es cada vez más explícito. Según el último Barómetro Municipal, casi el 31% de los barceloneses consideran que el turismo es perjudicial a la ciudad, la cifra más alta registrada hasta ahora. Las protestas recientes —con pistolas de agua, pancartas creativas y acciones simbólicas— no son ataques a las personas, sino denuncias de un modelo que pone el beneficio económico por delante del bienestar común.
Y ahora pongo encima de la mesa la pregunta incómoda que ya no podemos evitar: ¿quién tiene derecho a la ciudad? Y no me refiero a quién puede pasear o tomar un café. Me refiero a quién puede habitarla, construir la vida, crecer con dignidad. A quien puede hablar su lengua sin sentirse forastero. A quién puede pagar un alquiler sin renunciar a comer. A quien puede llevar a sus hijos a la escuela del barrio y comprar en la tienda de toda la vida.
Una ciudad no es un parque temático. Una ciudad es una comunidad. Y la comunidad necesita arraigo, no rotación.
No podemos seguir actuando como si esta situación fuera inevitable, como si fuera una ley natural o una fatalidad económica. El modelo turístico actual no es fruto de la inercia, sino de decisiones políticas. Y todo aquello que se decide, se puede revertir o modificar. Hace falta un giro de 180 grados que ponga en el centro la vida cotidiana, la vivienda digna, la diversidad cultural auténtica y el respeto por la lengua del país y la identidad propia.
Quiero una Barcelona donde la vida no esté subordinada a la experiencia del visitante. Donde el catalán no sea una nota a pie de página, sino la lengua natural del espacio público. Donde el turismo sea un complemento, no un eje vertebrador. Donde no nos dé vergüenza mirar un plano de la ciudad y reconocer la huella de los que viven allí, no tan solo de los que pasan.
Las ciudades pueden morir de éxito, pero también pueden renacer de la conciencia. No, no es demasiado tarde para recuperar Barcelona. Pero hacen falta coraje político, planificación valiente y una mirada a largo plazo que deje de poner precio a todo aquello que no tendría que tener.
Barcelona ha sido —y todavía es hoy— una ciudad extraordinaria. Pero no hay al reflejarnos en el brillo de años pasados. Hay que decidir si queremos seguir siendo un lugar para vivir allí o solo para ser visitado. Y esta decisión no es neutra ni técnica: es profundamente política. O recuperamos la ciudad para los que viven allí, o nos resignamos a verla convertida en una escenografía vacía que solo existe mientras dura la foto. El futuro no puede ser un decorado.