Barcelona, ciudad de pocos

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 30 de septiembre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Me hierve la sangre de indignación e impotencia. Según un estudio reciente de Kelisto.es, vivir hoy en Barcelona cuesta un 38,13% más que la media estatal. En ningún caso se trata de una cifra cualquiera ni de una estadística más a añadir a la lista: es la confirmación irrefutable de aquello que muchos de nosotros hace tiempo intuíamos. Barcelona ya no es una ciudad para todos, sino un espacio restringido, cada vez más costoso y prohibitivo.
Los datos lo corroboran con una contundencia inquietante. La ciudad condal encabeza el ránking de municipios más caros del Estado, superando Palma de Mallorca (24,2%) y Madrid (20,95%). Se sitúa en el pódium en ámbitos cotidianos como el transporte, el ocio o incluso el seguro del hogar. Tristemente, la capital catalana levanta muros invisibles contra los residentes mientras despliega alfombras para quienes solo pasan por aquí.
Lo más hiriente es comprobar cómo esta brecha ha dejado de ser circunstancial para convertirse en estructural. Pagar 229,40 euros anuales por un seguro del hogar —un 42,4% más que la media—, desembolsar 2,65 euros por un billete sencillo de transporte público, soportar entradas de cine a 10,00 euros o cervezas un 41,8% más caras respecto a otras ciudades españolas… Todo esto ya no son anécdotas: son los síntomas de un modelo urbano que castiga a los residentes y premia al visitante efímero.
Y es aquí donde debemos detenernos y preguntar: ¿qué significa vivir en una ciudad? Una metrópoli no es solo una acumulación de edificios y una suma de servicios. Es, sobre todo, un espacio compartido, un latido colectivo que se reconoce en las calles, en la lengua, en las costumbres y en los rostros del vecindario. Cuando el coste de vivir en ella expulsa a quienes le daban identidad, Barcelona deja de existir como comunidad y se transforma en un simple escaparate.
La capital catalana levanta muros invisibles contra los residentes mientras despliega alfombras para quienes solo pasan por aquí
El caso de la vivienda es paradigmático. Con un precio medio de casi 457.500 euros, la ciudad condal se posiciona en tercera posición a nivel estatal, solo precedida por San Sebastián (639.700 euros) y Madrid (508.000 euros). Pero el drama no acaba aquí. La vivienda es la punta del iceberg, el síntoma más visible de una desaparición lenta, dolorosa y persistente del tejido de vida vecinal que daba sentido a la ciudad.
Pasear hoy por el centro de Barcelona es comprobarlo con los propios ojos. Tiendas centenarias que se despiden para siempre y dejan paso a franquicias globales. Mercados que dejan de ser punto de encuentro vecinal y acaban convirtiéndose en reclamo turístico. Calles que ya no hablan catalán sino un mosaico de idiomas foráneos, testimonio más de un destino internacional que de una capital con personalidad propia. Y es en esta transformación donde se produce la pérdida más terrible: la de la lengua y la cultura que hacían de Barcelona el corazón de Catalunya. El catalán, antes voz natural del espacio público, es hoy un murmullo cada vez más débil, ahogado por una globalización que expulsa no solo a los habitantes, sino también a su identidad más arraigada.
Cuando el coste de vivir en ella expulsa a quienes le daban identidad, Barcelona deja de existir como comunidad y se convierte en un simple escaparate
No hablamos, pues, solo de gentrificación. Hablamos de una mutación más profunda: de una ciudad que ya no puede ofrecer techo a nuestros hijos e hijas, que no garantiza un futuro digno a los jóvenes que han crecido en ella, que convierte la independencia residencial en una quimera. Los salarios estancados e insuficientes chocan frontalmente con unos costes que no dejan de aumentar. El resultado es un éxodo silencioso: familias que se marchan hacia el área metropolitana, jóvenes que renuncian a arraigarse en la capital, barrios que pierden el tejido humano que les había dado sentido.
Y así, inevitablemente, Barcelona se convierte en aquella ciudad de pocos. De la minoría que puede pagar el precio desorbitado de vivir en ella, de los privilegiados que pueden disfrutar de su oferta cultural y de ocio, de unos pocos que viven en posición ventajosa mientras la mayoría queda excluida. La metrópoli se proyecta bien en las revistas y luce en las redes sociales, pero resulta cada vez menos habitable para quienes la sufren cotidianamente. Una postal fulgurante, espectacular, pero vacía del latido diario que la hacía viva.
En esta transformación de Barcelona, la pérdida más terrible es la de la lengua y la cultura que hacían de Barcelona el corazón de Catalunya
Aquí reside mi enfado más profundo. Porque esta no es la Barcelona que queremos. No queremos una ciudad que se ofrezca como simple reclamo turístico, ni un territorio de lujo reservado a extranjeros con alto poder adquisitivo. No queremos que el derecho a la vivienda se convierta en un privilegio, ni que el catalán se reduzca a la esfera más íntima mientras se desvanece de las calles y plazas. Lo que queremos es una ciudad viva, con barrios llenos de residentes, con comercios que nos conozcan por el nombre, con precios razonables y con la lengua del país resonando con naturalidad en las calles.
Y no nos engañemos: la responsabilidad no es exclusivamente de los mercados o de las tendencias mundiales. Es también de las decisiones que se han tomado y de las que se han dejado de tomar. Demasiado a menudo Barcelona se ha gobernado desde la estética, desde el anuncio y la proclama, sin afrontar con valentía los grandes retos de fondo. La ciudad ha vivido de proyectos grandilocuentes mientras olvidaba lo que es realmente crucial: garantizar a sus habitantes que puedan vivir en ella con dignidad.
La tragedia es que ha dejado de acoger a los suyos. Y si no reaccionamos ahora, el futuro ya está escrito: una ciudad vacía de residentes y llena de espectadores
Aún estamos a tiempo, pero la oportunidad se agota. Si queremos que Barcelona tenga un futuro digno, hay que reivindicar la ciudad como un derecho fundamental, blindar la vivienda como bien común y proteger el tejido cultural y lingüístico que la define. Solo así podremos defender un modelo que no se limite a exhibirse de cara a la galería, sino que sea capaz de dar vida a una comunidad real.
Porque el verdadero drama no es que Barcelona sea cara. La tragedia es que ha dejado de acoger a los suyos. Y si no reaccionamos ahora, el futuro ya está escrito: una ciudad vacía de residentes y llena de espectadores, un escenario que brillará en las postales, pero que ya no será hogar de nadie.