El acuerdo para la ampliación del Aeropuerto de Barcelona-El Prat, al que llegaron el Govern y Aena hace casi dos semanas, y el traspaso de Rodalies, firmado la semana pasada, tienen muchas cosas en común. Una de ellas es que son noticias positivas, pero podrían haber sido mucho mejores y siempre está la sombra de Madrid.

La ampliación del aeropuerto es una muy buena noticia porque es una necesidad si queremos mantener y mejorar la buena posición que tenemos en el mundo de los negocios –pese a los mensajes que dicen lo contrario, que vienen de fuera pero también de dentro, la fuerza centrípeta del Estado y los esfuerzos de nuestros políticos por cargar de burocracia toda actividad. Es imprescindible incrementarla porque todo lo que no es crecer, en el mundo actual, es quedarse atrás.

La oposición a la ampliación del aeropuerto como concepto –puedes pensar que esta no es la óptima, pero que hay modelos mejores– solo se puede entender desde la opción del decrecimiento. Quienes están en contra con el argumento de que es una apuesta por el turismo de masas se equivocan, voluntaria o involuntariamente. Quizá enarbolan esta bandera para ganar adeptos; quizá se lo creen de verdad. Barcelona ya tiene turismo de masas, los turistas ya vienen por tierra, mar y aire, literalmente.

La apuesta por la ampliación del aeropuerto es una apuesta por los negocios, no por el turismo, que ya llega por tierra, mar y aire

Que con más vuelos puedan venir más es una obviedad, pero las rutas que se pretende ganar son con los países de Asia y Oriente Medio con los que los negocios están en alza. Son aviones, además, grandes, y billetes caros. No son precios compatibles con el turismo de bajo coste, de borrachera, que llena Barcelona y la costa catalana y que hace tantos años que decimos que tenemos que cambiar. Estos vienen con Ryanair, EasyJet, Vueling y otras aerolíneas low cost que ya tienen una posición dominante en El Prat.

La apuesta por la ampliación del aeropuerto es una apuesta por abandonar el modelo low cost. Es una apuesta por los negocios, para que las empresas de China y Japón, por ejemplo, elijan Catalunya para instalarse y crear empleo, pero también para que nuestras empresas puedan ir allí, o a Dubai o Catar, a hacer negocios. Incluso a Estados Unidos, cuando pase la fiebre arancelaria de Donald Trump. Por eso es una apuesta que siempre ha unido a todas las patronales del país.

Pero el acuerdo tiene riesgos. Uno de ellos es que la ampliación se quede corta antes de ser una realidad. La ampliación de la pista y la terminal satélite deben ser una realidad en 2033, si se cumplen los plazos, cosa que no ocurre a menudo. El crecimiento de El Prat en las últimas dos décadas ha sido tan espectacular que en estos al menos 8 años hasta que la ampliación sea una realidad, la proyección dice que podría ya rozar los 70 millones de pasajeros... si pudiera. En 2024, el aeropuerto superó los 55 millones, su límite técnico, y con la ampliación, se prevé que pueda superar los 70 millones.

La ampliación puede quedarse corta en poco tiempo si El Prat sigue la proyección de los últimos 15 años, en los que ha ganado 25 millones de pasajeros

Miremos el crecimiento que ha tenido: entre 2010 y 2024 prácticamente se ha duplicado, pasando de 30 a 55 millones de pasajeros. Y eso que sufrió el impacto de la Covid. Entre 2010 y 2019 ganó 22 millones de pasajeros. Con esta proyección, si no tuviera su crecimiento limitado, podemos pensar que en 2033 ya habría superado los 70 millones fácilmente. Por tanto, no debemos extrañarnos si cuando sea una realidad, en poco tiempo se llene y se vuelva a abrir el debate de la ampliación. Puede que encuentre su techo, o puede venir otra crisis, pero con el turismo de ocio y de negocios al alza, es previsible que antes o después se quede pequeño.

El segundo riesgo es la gestión, vinculado con la propiedad. No poderlo dirigir desde Catalunya no nos permite optimizar las opciones de que sea lo más estratégico posible. Priorizar rutas, atraer grandes aerolíneas, conectarlo con los aeropuertos de Reus y Girona, etc. Aena es una empresa cotizada con dos dueños: el Estado, que tiene la mayoría, y los inversores, en su mayoría fondos. El Estado siempre ha barrido para Barajas, es su hub, y los fondos solo se fijan en la rentabilidad. Si El Prat es rentable con el modelo actual, ¿por qué cambiarlo? Aena nunca hará una apuesta en Barcelona que perjudique a Madrid.

Nos dejan jugar con los trenes y las vías, pero no son nuestros. Lo que sí sigue siendo nuestro es la indignación por el mal servicio de Rodalies

La propiedad también es un riesgo en el traspaso de Rodalies. El Estado se ha asegurado la mayoría de la nueva empresa, aunque ha cedido la mayoría del consejo de administración a Catalunya, incluida la presidencia. Esto último nos da, de entrada, la gestión, pero no nos la asegura. Las empresas son de sus accionistas, y si uno tiene la mitad de las acciones más una, tiene lo que en política se llamaría mayoría absoluta. Con una diferencia: esta mayoría no cambia cada cuatro años, no se vota.

Entonces, hay que tener en cuenta que, aunque el consejo de administración controle la gestión y tome las decisiones estratégicas, el máximo órgano de la empresa es la junta de accionistas. Por eso, la mayoría de la junta puede cambiar estatutos, reglamentos, el mismo consejo, su composición, etc. Por tanto, el Estado se está guardando un comodín, que le permite cambiar el juego cuando quiera. Puede que el gobierno de Pedro Sánchez no tenga intención de hacerlo –tiene otros problemas–, pero ¿quién puede asegurar que otro gobierno, por ejemplo del PP, dejará que una empresa de la que tiene mayoría la gestione un gobierno autonómico? ¿Alguien se imagina a Rajoy dejando la gestión de una empresa estatal a Puigdemont?

El juguete no es nuestro. Los trenes, la infraestructura, la plantilla. Nada de eso nos pertenece del todo. Nos dejan jugar con ello, no sabemos desde cuándo ni hasta cuándo. Pero sí que siguen siendo nuestros el mal servicio, los robos de cobre, las huelgas, las huelgas encubiertas, el cabreo de los miles de usuarios afectados por un servicio tan deficiente y la indignación de ver cómo, aunque podamos avanzar, nuestras infraestructuras estratégicas siempre acaban estallando en Madrid.