Accenture nació como un desprendimiento administrativo, un cambio de nombre obligado y un intento de rehacerse a pura narrativa en un sector que vivía de vender palabras como si fueran estructuras técnicas. Durante años funcionó como el epítome de la consultoría global, un oficio que prosperaba mientras los clientes no tenían forma de verificar la calidad real de lo que compraban. La empresa fue expandiéndose en una lógica de acumulación de horas facturables, proyectos inflados y un lenguaje interno diseñado para parecer sofisticado. Ese modelo sobrevivió décadas gracias a la brecha entre lo que las compañías necesitaban y lo que sabían implementar. Esa brecha se cerró de golpe cuando la inteligencia artificial (IA) dejó en evidencia que muchos procesos consultivos pueden automatizarse con eficiencia y precisión a un costo marginal casi nulo. Lo que había sido presentado como una industria imprescindible quedó expuesto como una estructura superpuesta, redundante y vulnerable al reemplazo inmediato. En ese contexto, Accenture buscó redefinirse sin aceptar la naturaleza irreversible del problema.

La maniobra lingüística de rebautizar a sus empleados como Reinventores funciona como símbolo perfecto de esa desconexión. La empresa no logró reinventarse en sus procesos, sus productos o sus capacidades técnicas. Lo único que cambió fue la terminología. El contraste entre la magnitud de la evolución tecnológica y la superficialidad del ajuste interno muestra hasta qué punto la compañía perdió la brújula operativa. El verdadero desafío no era encontrar un nuevo nombre, era aceptar que su rol estructural había caducado. La IA no amenaza su negocio, lo sustituye de raíz. La intermediación profesional que sostenía a la consultoría desapareció frente a plataformas que analizan datos, sintetizan estrategias, recomiendan acciones y evalúan riesgos con una eficiencia imposible de alcanzar por una fuerza laboral humana distribuida en cientos de miles de empleados. Frente a ese escenario, Accenture respondió con un diccionario, no con una transformación.

La escena que queda flotando es la de una reunión interna en la que, frente al deterioro del negocio, alguien propone resolver el colapso estructural a través de una operación semántica. ¿Cómo se sientan ejecutivos adultos, responsables de miles de millones en capital de mercado, a discutir la supervivencia de una firma global y terminan concluyendo que el camino es rebautizar a la plantilla? La imagen es tan absurda que obliga a elegir entre dos hipótesis incompatibles. O bien no comprenden la magnitud de lo que está ocurriendo y operan con una ingenuidad impropia de su posición, o bien entienden perfectamente la situación y deciden sostener una narrativa artificial para prolongar una estructura que no volverá a ser viable. En ambos casos, la decisión revela un vacío de dirección en una organización que reemplaza decisiones difíciles por cosmética verbal.

La estrategia de sostener la ilusión de relevancia mediante renombramientos refleja un patrón clásico de compañías que entran en fase terminal. En lugar de simplificar, reducir costos, devolver capital a los accionistas y aceptar la clausura de un ciclo económico, se aferran a la retórica para simular continuidad. El problema es que ya no quedan fundamentos operativos capaces de justificar semejante aparato. La compañía gasta recursos como si su modelo de negocios fuese recuperable, aunque todo indique que la consultoría tradicional pertenece a un ecosistema anterior. La inversión en mantener estructuras gigantescas no altera la dinámica central: la IA no es un complemento para ese oficio, es un sustituto. El inventario completo de procesos internos puede ser replicado con herramientas capaces de analizar, integrar, corregir y proponer modelos estratégicos sin necesidad de jerarquías piramidales ni equipos masivos.

Esta diferencia entre el relato y la realidad coloca a Accenture en una trayectoria descendente que no puede revertirse con campañas lingüísticas. El volumen de empleados, antes visto como fortaleza, se convirtió en pasivo. La reorganización interna no atacó el núcleo del problema. La empresa proyecta la idea de una reinvención colectiva mientras su capacidad de generar valor estructural se erosiona. La distancia entre ambas dimensiones genera una disonancia que profundiza la fragilidad institucional. El discurso de la reinvención termina siendo una admisión involuntaria de que ya no hay contenido operativo que defender. El negocio se desvanece, la consultoría se volvió prescindible y la estructura corporativa es demasiado pesada para acomodarse a un mundo donde la IA absorbe funciones que antes requerían equipos enteros.

En cualquier análisis razonado, la opción eficiente es liquidar la firma mientras todavía conserva activos recuperables. El deber básico frente al capital invertido es desarmar la estructura antes de que su valor residual desaparezca. Mantenerla en funcionamiento consume caja, destruye capitalización y prolonga una agonía que no beneficia a nadie. La inercia operativa puede durar un tiempo, pero no altera el desenlace. La empresa no tiene una propuesta capaz de competir con sistemas automatizados que no requieren consultores para diagnosticar problemas ni para diseñar soluciones. El mundo no necesita reinventors, necesita procesos que funcionen y herramientas que los optimicen. En el fondo, la reinvención que el management intenta atribuir a su gente es una proyección invertida: la única reinvención real es la del entorno tecnológico que los deja sin rol.

Accenture es hoy un caso de estudio sobre cómo una corporación global puede quedar paralizada ante una transición tecnológica irreversible. Cuando una empresa pretende sobrevivir cambiando el vocabulario, confirma que ya no tiene cómo cambiar la estructura. El futuro de la consultoría tradicional terminó y los empleados no van a transformarse en algo distinto porque el modelo que los contenía perdió la lógica económica que justificaba su existencia. La compañía ya no compite, sólo ocupa un lugar simbólico, una pieza de museo que recuerda cómo funcionaba un mercado ahora superado. La IA reconfiguró el tablero, y Accenture sigue moviendo piezas de un juego que ya no se juega.

Las cosas como son.