La economía estadounidense se encuentra en una situación paradójica: su vigorosidad depende, en gran medida, de las inmensas inversiones en inteligencia artificial (IA) que, según diversos análisis macroeconómicos, plantean serios interrogantes sobre su capacidad real de generar retornos sostenibles a medio plazo. Este fenómeno, que crece a un ritmo exponencial, genera tanto entusiasmo como inquietud entre los expertos.

El Banco de América (BoA) ha cuantificado recientemente que, durante el segundo trimestre del año, las inversiones en IA, "especialmente en software y equipos informáticos", contribuyeron hasta 1,3 puntos porcentuales al crecimiento del Producto Interior Bruto de los Estados Unidos. Esta cifra representa aproximadamente la mitad de la creación de riqueza del país durante este período, una proporción que ilustra la importancia capital que ha adquirido esta tecnología.

La relevancia de la IA en el escenario económico actual es tal que ha logrado contrarrestar el efecto negativo de los altos tipos de interés implementados por la Reserva Federal para combatir la inflación. James Egelhof, economista jefe de BNP Paribas en Estados Unidos, lo ha explicado con contundencia: "La IA ha evitado que la economía entre en recesión". Esta opinión es compartida por analistas de otras instituciones financieras como Deutsche Bank, que coinciden en atribuir a la inversión tecnológica el papel de estabilizador en un contexto económico altamente volátil.

Los números lo confirman: después de una pequeña caída en el primer trimestre de 2025, el PIB estadounidense se recuperó con fuerza durante el segundo trimestre, alcanzando un crecimiento del 3,8%. Según el citado informe del BoA, "una de las principales razones de la resiliencia del crecimiento hasta ahora es la inversión que es dirigida a categorías tecnológicas y relacionadas con la IA".

La concentración del capital

El análisis de Goldman Sachs revela un fenómeno aún más significativo: los gigantes tecnológicos Microsoft, Meta, Alphabet y Amazon representan actualmente más del 25% de toda la inversión de capital realizada por las empresas que conforman el S&P 500, el índice bursátil más importante de los Estados Unidos. Esta concentración de recursos en un número reducido de empresas no tiene precedentes en la historia económica reciente. Más impresionante aún es el ritmo de inversión: las inversiones de estas compañías están creciendo a una tasa anual del 75%, una velocidad que recuerda a los períodos de mayor efervescencia tecnológica.

Sin embargo, esta escena idílica tiene sus sombras. Una investigación del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) señaló el pasado agosto que, de 300 iniciativas públicas de IA que se estudiaron, el 95% no obtuvieron ningún retorno por sus inversiones. Esta cifra pone de relieve las dificultades para traducir las inversiones en beneficios tangibles.

Es precisamente este tipo de informes lo que lleva a algunos analistas a establecer paralelismos entre la situación actual y la burbuja tecnológica del año 2000, que borró más de 5 billones de dólares de los mercados bursátiles. La pregunta que planea es si nos encontramos ante un escenario similar, donde el entusiasmo desmesurado supera la realidad económica.

El Banco de América también indicó que la tendencia inversora se aceleró durante el tercer trimestre, y que solo durante el mes de septiembre, el gasto en tecnología por parte de las pequeñas empresas aumentó un 6,9% interanual, especialmente en los sectores de manufactura y construcción. Este dato sugiere que el fenómeno se está extendiendo más allá de los gigantes tecnológicos, llegando a tejido empresarial más modesto.

Uno de los efectos colaterales más significativos de este aumento de las inversiones es la presión alcista sobre los precios de la energía, causada por el auge de los centros de datos, pieza básica para la IA. Según el Pew Research, estos centros consumen alrededor del 4% de toda la electricidad del país, una cifra que crece a ritmo acelerado. Algunos megacentros en Virginia utilizan el equivalente al consumo eléctrico de una ciudad entera, poniendo de relieve los retos de sostenibilidad energética que plantea esta revolución tecnológica.

Impacto en la ocupación

En medio de este debate, hay un dato positivo: contrariamente a los temores iniciales, la IA no está destruyendo puestos de trabajo, según los datos oficiales estadounidenses. De hecho, el BoA afirmó que en sectores como el financiero o el tecnológico está contribuyendo al crecimiento del empleo. Este fenómeno sugiere que, de momento, la tecnología está actuando como complemento de las capacidades humanas más que como sustituto.

La cuestión central para analistas como George Saravelos, de Deutsche Bank, es qué ocurrirá con la economía estadounidense una vez que estas gigantescas inversiones en IA comiencen a moderarse. En una nota a los inversores, Saravelos escribió: "Las malas noticias son que, para que el ciclo tecnológico siga contribuyendo al crecimiento del PIB, las inversiones de capital necesitan seguir siendo exponenciales, algo altamente improbable".

Esta advertencia apunta al corazón del dilema: el crecimiento económico actual depende de un nivel de inversión que es insostenible a largo plazo. Cuando el ritmo de inversión se normalice, como es inevitable, la economía estadounidense se enfrentará al reto de encontrar nuevos motores de crecimiento o, alternativamente, podría experimentar una desaceleración significativa.

El escenario que se dibuja es complejo y lleno de contradicciones. Por un lado, la IA se ha demostrado como un potente estímulo económico que ha evitado una recesión; por otro, su capacidad para generar retornos está en cuestión y su dependencia de inversiones crecientes plantea serios interrogantes sobre su sostenibilidad.

El reto para los próximos trimestres será determinar si la productividad generada por la IA logrará compensar la inevitable desaceleración de la inversión, o si, por el contrario, nos encontramos ante una nueva burbuja tecnológica cuyas consecuencias podrían ser tan significativas como las de la crisis del 2000. Lo que es indiscutible es que Estados Unidos ha ligado su destino económico a corto y medio plazo a la evolución de una tecnología que aún está en fase de desarrollo, un riesgo calculado que definirá el rumbo no solo de la primera economía mundial, sino posiblemente de la economía global en conjunto.