A diferencia de Japón, que perdió sin pelear, Corea del Sur eligió no mirar atrás. No quiere nostalgia, quiere hegemonía. Esa es la primera diferencia.

Corea fabrica para gobernar, ya que sabe que el poder del futuro no estará en la política ni en los bancos centrales, residirá en las obleas de 300 mm. Y en ese juego, no hay empate posible.

El músculo que ya no alcanza

En 2025, Corea del Sur rompió todos sus récords: exportó chips por más de 140.000 millones de dólares, superando incluso los niveles prepandemia. Samsung consolidó su fábrica de Pyeongtaek como la más grande del mundo. SK Hynix inició la producción masiva de HBM3E, la memoria que alimenta a los chips de inteligencia artificial de NVIDIA. La prensa local hablaba de “renacimiento industrial” y de “segundo milagro del Han”.

Pero los números, por sí solos, engañan. Porque Corea no compite en volumen: compite en relevancia. Y fabricar mucha DRAM ya no alcanza: la rentabilidad se achica y países competidores como China, India, Vietnam; ofrecen costos más bajos. El músculo dejó de ser ventaja y empezó a ser peso.

Lo que antes era escala, ahora es fragilidad.

La guerra del packaging

Uno de los campos de batalla más invisibles, pero decisivos, es el del empaquetado avanzado. Durante años, Corea se concentró en la fabricación y dejó el packaging en manos de terceros. Pero la IA cambió las reglas. Hoy los chips más potentes no se diseñan como una sola pieza: se ensamblan como una orquesta de partes, con múltiples capas y tecnologías de interconexión microscópica.

Ahí manda TSMC. Su tecnología CoWoS domina el mercado de empaquetado 2.5D y 3D para chips de inteligencia artificial. Samsung llegó tarde e intenta recuperar terreno con su propia solución, llamada I-Cube, pero todavía no tiene la capacidad ni la confianza de los grandes clientes.

Esa guerra no es menor. Porque si Corea no logra empaquetar lo que produce, otros lo harán. Y la renta tecnológica se le escapa entre los dedos.

La dimensión cultural del chip

Detrás del éxito coreano hay una cultura del sacrificio que recuerda a Japón en los años 70. Jornadas de 12 horas, ingenieros que duermen en las fábricas, departamentos de I+D donde se trabaja todos los días del año. En Samsung, el área de semiconductores opera casi como un monasterio tecnológico: sin redes sociales, sin filtraciones, sin vacaciones. El ingeniero ideal no es el creativo: es el fanático.

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Foto: Europa Press

Esa cultura fue efectiva durante décadas, pero hoy muestra grietas. Las nuevas generaciones coreanas no quieren ese estilo de vida. Los jóvenes más brillantes prefieren trabajar en IA, en robótica o en bioingeniería; y muchos sueñan con Silicon Valley. En 2024, Corea alcanzó su cifra más baja de natalidad en la historia, y el éxodo de talento amenaza con vaciar las salas de control.

Samsung lo sabe y por eso ahora paga sueldos en dólares, ofrece stock options y contrata a extranjeros. Pero el alma de la industria, ese nacionalismo del chip, empieza a diluirse.

El regreso de la planificación estatal

Frente a ese panorama, el gobierno surcoreano vuelve a lo básico: plan quinquenal, fondos públicos y dirección centralizada. Se creó el “Comité Nacional de Semiconductores”, presidido por el primer ministro. Este se reúne cada dos semanas con los CEO de Samsung, SK Hynix y las principales universidades. La consigna es simple: todo lo que no sea chip, se pospone.

La nueva meta no es económica: es existencial. Corea quiere reducir al 50% su dependencia de insumos extranjeros. Para eso, impulsa fábricas locales de gas noble, obleas, fotorresistencias y químicos especializados. También construye su propia fundición estatal de maquinaria para litografía, con asesoría europea.

El objetivo final es la autonomía. No tener que pedir permiso.

El elefante en la sala: China

Pero todo esto ocurre con un actor omnipresente: China. Corea del Sur tiene fábricas en suelo chino, empleados chinos, patentes compartidas y una historia de cooperación industrial que ya no se puede borrar. SK Hynix produce chips en Wuxi y Samsung tiene plantas en Xian. Pero desde las sanciones de Estados Unidos, esa relación se volvió incómoda.

Pekín ve a Corea como un puente tecnológico. Washington la ve como un bastión estratégico. Y Corea intenta ser las dos cosas al mismo tiempo. Pero el margen es cada vez más estrecho. Ya en 2023, Estados Unidos obligó a Samsung a no mejorar sus plantas en China sin aprobación del Departamento de Comercio. Corea acató. Pero Pekín tomó nota.

El resultado es una tensión permanente. Una especie de guerra fría encapsulada en cada oblea.

El espejo japonés

El gran miedo coreano no es China, es Japón. El temor es repetir su historia, siendo el primero en algo, y desapareciendo del mapa diez años después. Corea estudia con obsesión el caso japonés. Sabe que la caída no fue tecnológica, sino estructural: falta de actualización, rigidez empresarial y autosatisfacción. Corea se reinventa cada cinco años para evitar eso.

En Samsung, los ingenieros no estudian el pasado: simulan escenarios futuros. Hay equipos dedicados exclusivamente a analizar los errores de Japón, y a evitarlos. El mensaje es claro: no seremos Kodak y tampoco Toshiba. Si hay que destruir el modelo actual para crear uno nuevo, se hace. Lo único que no se tolera es la comodidad.

El futuro inmediato

En los próximos tres años, Corea se juega todo. Si consolida su arquitectura propia, expande el empaquetado, asegura el talento y mantiene la neutralidad geopolítica, puede convertirse en la única nación capaz de competir en todos los niveles: diseño, fundición, memoria, empaquetado y distribución. Si falla en uno solo de esos eslabones, quedará reducida a proveedor de commodities sofisticados. Rica pero irrelevante.

El chip no es una industria más, es la nueva forma de poder. Y Corea lo entendió mejor que nadie.

La pregunta es si llegó a tiempo.

Las cosas como son.