Retratos de campaña: Lluís Rabell

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Rabell es aquel hombre que, cuando aparece en los mítines o en los debates, parece que se haya colado casi por error y aprovechando que alguien se había dejado un micrófono libre. Aquel hombre a quién, para aquellas ironías de la buena educación, nadie se ha atrevido a advertir que aquello era un acto político y que estaba saliendo por la tele. Sus defensores dicen que eso no es ningún problema, que ellos rehúyen los personalismos.

Pero todo el mundo sabe que en política sólo eluden los personalismos aquellos que no encuentran a alguien con carisma, y que Rabell es sólo la cuarta o la quinta opción de un partido que no ha sabido encontrar un nuevo Pablo Iglesias o una nueva Ada Colau y que no ha sabido convencer a gente como Jordi Évole, Arcadi Oliveres o la monja Forcades. De un partido que, como mínimo en eso, ha tenido que hacer de la necesidad virtud y encontrar a alguien entre "la gente normal", de esta gente que dicen que estaba cansada de estar cansada, a quien pudiera dar voz. No es pues extraño que Rabell sea un desconocido incluso entre los suyos, que en un mitin en Sabadell imprimieron unos tiques bilingües y, por lo tanto, doblemente equivocados, donde el "mitin" era castellano, la "y" catalana, Podemos se llamaba Catalunya Sí que es Pot y Rabel, Robell. Prácticamente las únicas palabras que estaban indudablemente en su sitio eran Pablo e Iglesias.

Afirman los seguidores de Lluís Rabell que esta espontaneidad, que esta naturalidad con que habla y actúa es precisamente su mejor virtud. Pero, evidentemente, eso no tiene nada que ver con la virtud. Su argumentario de sobremesa y el tono paternalista con que trata a los otros candidatos no los justifica ni su edad ni un currículum en el activismo social que no incluye precisamente hazañas como la liberación de París (o de Catalunya, ya que estamos), pero sí algunas actividades "clandestinas" en la capital francesa, plenamente liberada y democrática de los años 80, y sobre las cuales, como es muy comprensible, no quiere dar explicaciones.

En un partido así, el desconocimiento del candidato pesa como una losa, y no es sorprendente que Rabell se haya pasado la campaña a la sombra de gente más conocida.

La actitud del candidato Rabell en los debates y en los mítines tiene poco que ver con el Rabell amable y próximo de las entrevistas y mucho más con el fondo y las formas de un partido que se fundamenta en la idea de que el resto somos, o estúpidos, o malas personas o ambas cosas a la vez. Que, o bien nos han engañado porque votamos una derecha (que es cualquier partido que no sea el suyo) que nos roba y nos manipula, o somos directamente esta derecha, esta casta, y, por lo tanto, ladrones, manipuladores e insensibles al sufrimiento ajeno. Podemos es un partido que ha convertido el odio al adversario y la lagrimita socialdemócrata en los puntos principales de su programa político. Un partido que se dedica sistemáticamente a la sustitución de la racionalidad pública por el emotivismo publicado, normalmente en las redes sociales, y que por lo tanto no puede, de ninguna manera, rehuir el personalismo. Porque las razones son públicas y las emociones privadas. En un partido así, el desconocimiento del candidato Rabell pesa como una losa, y no es nada sorprendente que se haya pasado la campaña a la sombra de gente más conocida como Pablo Iglesias o Íñigo Errejón y echando de menos a Ada Colau.

Quizás es precisamente por eso que Rabell parece mucho más razonable cuando habla de sí mismo que cuando habla de los otros. En las entrevistas es capaz de explicarse con honestidad, sine ira e incluso con un poco de gracia. Es incluso capaz de reírse de sí mismo y de su barriga "muy de derechas", como hizo con Nacho de Sanahuja en RAC1. En estas entrevistas, Rabell se ha dado a conocer demostrando no ser sólo el telonero de los hombres de Podemos cuando vienen de campaña a Catalunya. En sus discursos, mucho menos celebrados que los de sus hermanos Iglesias o Errejón, a menudo tiende a mostrar la cara más amable de un partido que presume de ser el de la gente normal y presume de no deber dinero a nadie, aunque ICV debe unos 13 millones de euros a los bancos, que no se cansa de acusar a los demás de incendiarios ni de gritar a la paz entre los pueblos y la guerra entre los hombres, que de vez en cuando afirma querer sacar los ojos a los poderosos y que las cosas que se entiende que le querrían hacer al presidente Mas ni ellos mismos se atreven a decirlas en público.

Parece mucho más razonable cuando habla de sí mismo que cuando habla de los otros.

Eso no quiere decir, por descontado, que Rabell no sea un hombre fiel al partido. Cuando lo han necesitado siempre ha estado ahí. Él también dispara contra Mas a la mínima que puede, y cuando Iglesias hizo ver que se disculpaba para apelar a los votos de los nietos de abuelos andaluces, Rabell hizo ver que se lo creía y gritó bien fuerte que la culpa de esta supuesta división étnica de la sociedad catalana era de Convergència. Además, toda su política es tan limpia y tan clara como la que siempre ha tenido Podemos, de modo que lo único que cabría esperar de un gobierno de Rabell es la de mantenerse muy firme a favor de las cosas buenas y en contra de las malas. Y en algunos momentos de la campaña incluso ha sido capaz de demostrar una independencia de criterio muy esperanzadora, como cuando contempló la posibilidad de tomar una decisión, a solas y sin consultarla con la dirección del partido ni con el pueblo ni con las asociaciones de vecinos, sobre si viviría en Palau o en su casa en caso de que el pueblo más o menos soberano de Catalunya lo hiciera presidente de la Generalitat. Aquí, contraviniendo el maniqueísmo moral de su partido y el recurso constante a la voluntad popular para rehuir pronunciamientos sobre cuestiones incómodas, Rabell se mostró como un hombre capaz de entender la complejidad, digamos técnica, de la tarea de gobierno. Y todavía ha habido otro tema en el que se ha mostrado cómodo exponiendo la complejidad de los asuntos públicos: la independencia de Catalunya.

Estos días, José Luis Franco Rabell ha tenido varias oportunidades para aclarar algunas cuestiones que parecían preocupar, y mucho, a sus potenciales votantes. Así, hemos sabido que si se hace llamar Lluís Rabell es por amor a su abuelo materno, con quien se crió, y no por ningún tipo de odio visceral a un apellido del cual habla con orgullo ni en una España en la cual tiene depositadas prácticamente todas sus esperanzas. Y eso sólo es una muestra de la compleja relación que se establece entre la agitada vida de Rabell y su, digamos, pureza ideológica. Rabell es un hombre capaz de aprender lecciones valiosas de las más diversas situaciones. Un hombre que del fracaso en la gestión de su empresa Talleres Franco S.A. sale convencido, no sólo de la maldad de los bancos (que eso nos puede pasar a todos), sino de su capacidad para gestionar la crisis económica en el ámbito europeo. Que de una familia mixta andaluza y catalana unida y bien avenida sale la idea de una Catalunya rota en dos comunidades como la que describe Iglesias y que de una enorme desconfianza en las élites catalanas sale una confianza prácticamente absoluta en el pueblo español y en su encarnación podemita. Rabell es también un trotskista que, tras una vida de lucha contra la patronal sale convertido, en un político prudente y temeroso de la ley, que cree que los derechos se conquistan poco a poco y sin necesidad de romper ni quemar nada.

Es también un trotskista que, tras una vida de lucha contra la patronal, sale convertido en un político prudente y temeroso de la ley.

Es así como explica que si el 9N votó un doble ‘sí’ a la independencia de Catalunya fue sólo para decir un gran ‘no’ al PP. Porque "no había ninguna papeleta donde pusiera "'iros a hacer puñetas'" (en referencia al gobierno popular), que es lo que a él realmente le gusta votar. Y que este no sea precisamente el más noble de los motivos para votar a favor de la libertad de su país no quiere decir, evidentemente, que tenga nada en contra.

Rabell no sabe qué votaría en caso de una declaración unilateral de independencia, pero sabe perfectamente que está a favor de la soberanía popular y de la libre expresión de la voluntad de los ciudadanos. Y quien se pregunte cómo es que no se presenta por la CUP, tiene que volver a leer la frase anterior. Porque el problema que Rabell tiene con las CUP, aquello que hace que no hable nunca en los mítines y que rehúya confrontarse en los debates, no es que le parezcan una gente demasiado ingenua o que todavía no sepa "qué quiere ser cuando sea mayor". Este es un tipo de acusaciones de las cuales la nueva izquierda en general, y un trotskista de prudencia selectiva en particular, no pueden salir bien parados. El problema que tiene Rabell con las CUP es el problema que tiene todo el populismo soberanista, y es que lo primero que tiene que hacer quien quiera liberar un pueblo es determinar cuál es el pueblo que quiere liberar. En este sentido, en una Catalunya convencida de ser una nación, cuesta mucho entender que Rabell hable tanto de soberanía popular mientras niega que el pueblo catalán sea soberano y pueda, por lo tanto, decidir su futuro sin necesidad de pedir permiso a nadie. Y la sospecha de que, en realidad, lo que hace es negar la existencia misma de que el "pueblo catalán" no deja de crecer gracias al apoyo fiel y constante que Rabell recibe de sus hermanos madrileños.

Porque, en realidad, el apoyo más claro que Podemos ha dado a la soberanía de Catalunya no ha venido de Lluís Rabell sino del mismo Iglesias cuando afirmó que hacer campaña en Catalunya no era cómodo, que se sentía como si la hiciera en un país extranjero. Debe ser por eso, para ayudarlo a sentirse un poco más como en casa, que el mitin final de campaña lo organizaron en una calle Pablo Iglesias en Nou Barris, que debe considerar un barrio como más suyo, más de esta Catalunya que imagina honesta, trabajadora y llena de Garcías. Quizás para rehuir polémicas etnicistas y ahorrar disculpas forzadas, o quizás porque los tenía allí enfrente, Iglesias no apeló a los abuelos andaluces sino al volksgeist, al orgullo del "espíritu del sur", que "nunca hubiera permitido un gobierno de Convergència". Y lo hizo después de intentar ridiculizar al presidente Mas, que había hablado en indio para recordar la posición políticamente subordinada de Catalunya cantando una versión del "Cuervo ingenuo" de Krahe y confirmando lo que ya sospechaba después de ver a Camats reivindicándose heredera del PSUC; que la nueva izquierda se me ha hecho vieja. Iglesias podía hacer todas las bromitas que quisiera, pero a aquellas alturas todo el mundo había entendido el mensaje.

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En el acto central de la campaña en las elecciones catalanas, el candidato Rabell, a quien tímidamente se había llegado a llamar “presidente, presidente,” había quedado relegado al papel de telonero y pregonero de la buena nueva podemita, que es seguramente la posición que le corresponde en justicia en una campaña concebida como la primera gira de las elecciones importantes, las generales. Por mucho que gritara y cantara, era Iglesias quien trataba a los catalanes de Nou Barris como indígenas. Porque este es de aquel tipo de canciones que los hombres blancos sólo cantamos para hacer ver que nos avergonzamos de nuestra privilegiada situación. Así que incluso antes de aparecer en el escenario provocando la euforia e incluso algunos saltitos de aquellos que hace la gente cuando sale The Boss al escenario, Iglesias ya había dejado las cosas claras: Rabell era su subordinado, CSQEP el de Podemos y Catalunya España. Y así tiene que seguir siendo.

O sea que por mucho que Iglesias venga a Catalunya a cantar y hacer el indio y por mucho que Rabell presuma de haber votado que Sí el 9N, nada puede disimular el hecho de que cuando hablan del pueblo hablan de los hermanos españoles y no de los ciudadanos catalanes.

Es probable que a Rabell le hubiera convenido más otro tipo de campaña. Más centrada en lo que les gusta llamar "problemas sociales", en la que pudieran seguir presumiendo de renovación y de ejemplaridad democrática sin tener que enfangarse en discusiones sobre el soberanismo que en Catalunya no convencen y en el resto de España les perjudican. Pero en esta campaña, Rabell ha hecho un papel discreto entre una gente de quien no se cansa de decir que es la suya pero que no parece tener mucha idea de quién es. Una gente entusiasmada con Errejón o Iglesias y resignada a esperarlos cuando toca el turno de la sección catalana de CSQEP.

Es muy probable que Rabell sea todo el que dicen sus simpatizantes. Que sea una gran persona y un gran activista social, y es probable que lo digan de buena fe, pero Podemos se presentaba en Catalunya para acabar con Artur Mas y comerse la izquierda y se ha pasado la campaña peleándose por las migajas del PSOE con el PSC de Iceta. No creo que podamos decir que haya sido por culpa de Rabell, pero tampoco creo que lo podamos contar entre sus méritos.

Ferran Caballero és filósofo y profesor