Vivir en un congelador sería una fantasía comparada con habitar en Yakutsk, la ciudad más fría del mundo, donde el termómetro ha marcado un espeluznante récord de 71 grados centígrados bajo cero. Un lugar que parece más cercano a Marte que a la Tierra, donde la vida cotidiana se convierte en un pulso constante contra la naturaleza y hasta el simple acto de respirar puede ser letal, ya que el aliento mismo puede congelarse.

Situada en lo profundo de Siberia, esta ciudad rusa no solo es conocida por sus temperaturas brutales, sino también por su aislamiento. Con más de 300.000 habitantes que desafían lo imposible, Yakutsk se erige como un escenario donde lo absurdo y lo extremo conviven en cada esquina. Aquí, los coches no pueden apagarse, los alimentos se conservan colgando de las ventanas y el más mínimo descuido puede costar la vida.

El peligro invisible del frío extremo

Caminar por Yakutsk no es simplemente una experiencia, es un riesgo calculado. En estas condiciones, las gafas con marco metálico son armas de doble filo: si el metal toca la piel, se adhiere como un imán mortal, y retirarlo puede arrancar pedazos de carne. Además, una simple bocanada de aire puede congelar los pulmones en cuestión de segundos, y hasta el humo de los coches se convierte en minúsculos cristales de hielo. Este fenómeno crea una especie de "smog helado” que reduce la visibilidad y, en muchos casos, envuelve la ciudad en una densa bruma blanca.

La ciudad más fría del planeta

El suelo mismo es un enemigo. El permafrost, una capa de hielo de más de 100 metros de grosor, obliga a construir las casas sobre pilares. Si no fuera así, las estructuras se inclinarían o colapsarían con el paso del tiempo. En este paisaje inhumano, los ríos permanecen congelados durante la mayor parte del año, y para enterrar a los difuntos es necesario quemar carbón durante días para abrir un hoyo en la tierra.

Una vida marcada por la rutina del hielo eterno

En Yakutsk, detener el motor del coche es firmar su sentencia de muerte. Un vehículo apagado se convierte en un bloque de hielo en cuestión de minutos, con el aceite solidificándose como si fuera mantequilla olvidada en el congelador. Por eso, las calles están repletas de coches funcionando sin nadie dentro, como fantasmas metálicos que nunca descansan. Quienes tienen más recursos guardan sus vehículos en garajes calefaccionados, mientras que el resto vive con el temor de quedarse varado y morir congelado antes de recibir ayuda.

La comida, paradójicamente, no necesita refrigeración. Los peces, conejos y carne de caballo se exhiben en los mercados como estatuas heladas, sin necesidad de congeladores. Las ventanas de los hogares se convierten en auténticas neveras al aire libre, donde un trozo de carne puede permanecer intacto durante meses. En Yakutsk, la naturaleza ofrece un frigorífico permanente, aunque a un costo demasiado alto: el riesgo de congelación acecha en cada segundo.

A pesar de este panorama apocalíptico, la población local no lo percibe como una tortura, sino como parte de su identidad. Los yakutos veneran la naturaleza, hablan de ella como un espíritu vivo y se aferran a sus tradiciones con una devoción admirable. Mientras para el resto del mundo habitar en este clima sería un castigo, para ellos es una manera de vivir, criar a sus hijos con aire puro y defender su cultura ancestral. Yakutsk no solo es la ciudad más fría del planeta, es también un testimonio de la capacidad humana para adaptarse a lo inimaginable.