En Catalunya existe un conflicto que empieza a raíz del proceso del nuevo Estatut, entre 2006 y 2010. Después de un pacto en la Comisión Constitucional del Congreso que supuso una reducción sustancial de los máximos aprobados en el Parlament y de la aprobación plebiscitaria del texto por la ciudadanía catalana, el PP recurrió por inconstitucional el Estatut ante el Tribunal Constitucional (TC). El TC dictó sentencia en junio del 2010, que declaraba inconstitucional casi todas las ampliaciones competenciales, el marco financiero y la igualdad jurídica entre catalán y castellano. Como dice el constitucionalista Pérez Royo, desde el 2010 Catalunya no tiene constitución territorial. Como último acercamiento dentro del marco autonómico, Artur Mas intentaría pactar con Rajoy en 2012 un pacto fiscal rechazado por el PP.

Desde entonces, el independentismo creció desde menos del 15% hasta cerca del 47-48%. Decenas de pacíficas manifestaciones (al menos hasta el 14 de octubre último; lo que pasó después requeriría otro análisis), con centenares de miles de personas en la calle y claras mayorías absolutas soberanistas en los parlamentos electos al fin del 2012, septiembre del 2015 y diciembre del 2017. Encuestas que muestran un 70% de la ciudadanía catalana a favor de poder decidir su futuro y dos consultas ciudadanas (9-N de 2014 y 1-O de 2017) que, a pesar de sus evidentes carencias junto con la emisión de la voluntad popular, sí que mostraron la existencia de un importantísimo sector ciudadano que quiere la independencia.

Está claro, pues, que esto de Catalunya no es un problema de políticos que engañan a ingenuos ciudadanos ni un problema de orden público, sino un problema político que sólo se soluciona mediante soluciones políticas.

El diálogo, para ser efectivo, no tendría que ser impedido por ningún límite legal. Al contrario, tendría que estar garantizado por mediadores pertenecientes a nuestro espacio político

Cualquier demócrata de cualquier parte del mundo aconsejaría escuchar a la ciudadanía catalana, como en los dos referéndums sobre la independencia del Quebec respecto del Canadá o el celebrado en Escocia en septiembre del 2014. Por cierto, los tres con resultado negativo a la secesión y decididos de común acuerdo entre cada gobierno estatal y territorial a pesar de la falta de fundamentos constitucionales previos que permitieran cada uno de los referéndums de independencia, suplidos por la doctrina del TC canadiense y por el acuerdo entre los gobiernos británico y escocés.

Los problemas políticos no se solucionan con palos y Guardia Civil. Se solucionan con diálogo. Dialogamos con los otros, con nosotros mismos sólo monologamos o, peor todavía, hablamos solos. El diálogo, para ser efectivo, no tendría que ser impedido por ningún límite legal. Al contrario, tendría que estar garantizado por mediadores pertenecientes a nuestro espacio político (la Unión Europea). Personas neutrales, de gran prestigio europeo e internacional que sean capaces de ir tejiendo fundamentos sólidos para los necesarios acuerdos políticos, que seguro que requerirán mutaciones constitucionales y estatutarias y futuros referéndums.

No queda otra, pues, que pedir a los actores políticos (gobiernos estatal y catalán, partidos estatales y catalanes, y quizás a las organizaciones de la sociedad civil en otra mesa de diálogo) que se sienten y hablen.

Please, sit and talk.