¿Es posible bromear con todo? Sí, y la prueba es que se bromea con todo. ¿Nos podemos reír de cualquier cosa? Pues claro, incluso hay gente que es capaz de reírse de la desgracia de los otros. El debate, que reaparece con una cierta recurrencia en los últimos años, no afecta a los límites del humor o la burla. El debate, más bien, es de naturaleza ética o moral: dime de qué o de quién te ríes, y de qué o de quién haces burla, y sabré quién eres, desde el punto de vista ético o moral. Porque, a veces, lo que pasa es que, con la excusa del humor o la burla, podemos ofender o atentar contra la dignidad de las víctimas que, en algunas circunstancias de la vida, han soportado sufrimientos e, incluso, la muerte de manera extremadamente cruel. ¿De todo se puede hacer humor? Claro. Pero no todas las formas de humor son, desde el punto de vista ético, buenas, sino que, en algunas ocasiones, el humor o la burla pueden ser indicio y muestra de comportamientos, actitudes o hábitos inmorales, indignos o indecentes.

La reflexión sobre el mal, una reflexión que atraviesa de punta a punta nuestra época, ha permitido reflexionar sobre la naturaleza del mal, sobre sus causas y sus efectos, sobre los que lo provocan y los que, con su silencio, han sido cómplices de ello. Y ha permitido entender que, entre todos los males que es capaz de producir el comportamiento humano, los hay que pueden considerarse, por su alcance y por el carácter inexorable e irreversible, como radicales. El mal radical, pues, es aquel mal hiperbólico que, como nos enseñó Hannah Arendt, se basa en la consideración del ser humano singular como una cosa superflua, accidental o prescindible y, como tal, eliminable sin más problemas. Por eso, cuando, desde la filosofía, se aborda el problema del mal radical, en el siglo XX, se toma como ejemplo paradigmático, aunque no único, el exterminio de millones de personas, mayoritariamente judías, en manos de los aparatos de Estado del Tercer Reich. No es, vale la pena insistir, el único ejemplo histórico de nuestro tiempo de mal radical, pero sí un caso paradigmático.

Por eso, si siempre es éticamente reprobable burlarse de las víctimas, despreciarlas, negar su sufrimiento o banalizar las condiciones de su sufrimiento o de la violencia que contra ellas se comete, todavía lo es más en el caso de la experiencia histórica del exterminio que conocemos, con términos más bien imprecisos y discutibles, como el Holocausto o la Shoah. Pero eso que tan claramente se ve en esta catástrofe histórica, que acabó con la vida de más de seis millones de personas, cuyo asesinato planificado fue organizado de manera científica e industrial, pasa en todos aquellos casos en los que encontramos víctimas de cualquier tipo de odio.

El mal radical es ese mal hiperbólico que se basa en la consideración del ser humano singular como una cosa superflua, accidental o prescindible y, como tal, eliminable sin más problemas

Este lunes, El Roto publicaba en el diario El País una viñeta que ha provocado una estupefacción generalizada. Se ve a un hombre que tiene las manos entrecruzadas delante del cuerpo. En la solapa derecha de la americana, lleva un lazo amarillo. Y en el brazo derecho, un brazalete con la estrella de David, también de color amarillo. Una raya de la boca, indicando que está hablando, lleva a la frase que el personaje dice: “A quien no le guste el lazo, puede optar por la estrella”. Acto seguido, y con razón, El Roto fue acusado de banalizar el nazismo, el Holocausto y las víctimas del exterminio. Así lo denunciaron, en las redes, entre otros, Pilar Rahola (“Banalizar el holocausto para intentar destruir al adversario es propio de gente amoral, indecente y sin ninguna empatía con las víctimas” @RaholaOficial) o Quim Arrufat ("¡Basta! ¿Cómo se puede banalizar el Holocausto tan abiertamente? ¿Tan impunemente? ¿Tan fuera de lugar? ¿Cómo se puede sacar toda gravedad, respeto y memoria a tanta muerte, tanta tortura, y todo aquel exterminio, para hacer una bromita en una viñeta? Qué vergüenza" @quimarrufat). Algunos, como Ariel Kanievsky, pusieron de relieve que se atreviera con víctimas que no pueden defenderse (“A este caricaturista le parece muy chistoso burlarse del exterminio de 6 millones de judíos, pero seguro que no se atreví a sonarse los mocos con una bandera" @ArielKanievsky) y otros, como Blanca Llum Vidal, denunciaron la doble dimensión de la ofensa ("El Roto en El País banalizando el exterminio de millones de personas; deshumanizando a los presos políticos; haciendo el juego a la extrema derecha. ¿Alguna cosa más?" @BlancaLlumVidal). Otros, como Bea Talegón, fueron más expeditivos: "Pero, ¿qué mierda es esa?" (@BeatrizTalegon).

En general, se denunciaba, con toda justicia, la banalización del Holocausto, ya que se usaba de manera gratuita, para una ilustración-comentario de actualidad y, por lo tanto, fuera de contexto, la estrella de David en amarillo, el símbolo con que el nazismo obligó a los judíos a comparecer en el espacio público para distinguirlos del resto de la comunidad, de la cual, muy pronto, a partir de las leyes de Nuremberg, serían excluidos: un símbolo que inauguró las iniciativas gubernamentales que acabarían con el exterminio de millones de personas. Dicho de otra manera: millones de personas fueron obligadas a llevar en público la marca de la estrella amarilla de seis puntas como si fueran ganado marcado de un rebaño, antes de que se las privara de todos sus derechos fundamentales y de sus bienes, y que fueran transportadas en los trenes de la muerte que las condujeron a las cámaras de gas. ¿Tiene El Roto, o cualquiera, el derecho a usar la estrella de David en el brazalete en otro contexto que el que marcó, como eliminables, a millones de víctimas? Sí, lo tiene. Pero eso no impide que se lo pueda acusar, muy legítimamente, de indignidad moral, por banalizar una marca que fue la antesala de un crimen de masas.

Muchos de los que denunciaron la indignidad y la miseria morales de El Roto lo acusaban de manipulación y de ignorancia por el paralelismo que hacía entre el lazo amarillo y la estrella de David. Dos botones de muestra: "No sé cuáles son los mecanismos mentales del autor, pero la verdad es que el dibujito no tiene ningún tipo de sentido, dado que los lazos son solidarios y voluntarios, y la franja con el símbolo judío una imposición de los nazis" (@JAixalaGensana). "No entiendo el chiste. ¿Será que El Roto no pisa la calle hace tiempo y no sabe que el lazo amarillo se lo pone voluntariamente el que reivindica la libertad de los presos políticos?" (@antiartistes).

Todos los tuits citados son expresiones legítimas y acertadas de denuncia de la miseria moral del autor de la ilustración.

Pero extraña, sin embargo, la poca atención que se ha prestado a lo que, en realidad, está diciendo la mencionada ilustración. Una ilustración que no sólo banaliza el exterminio, mezclándolo con el lazo amarillo, sino que, como todas las cosas en esta vida, tiene un sentido inequívocamente claro. Sólo hace falta mirar la ilustración, leer lo que dice y pensar lo que está diciendo. El que lleva el lazo amarillo, dirigiéndose directamente a quien ve la imagen, dice: "A quien no le guste el lazo, puede optar por la estrella". La estrella, hay que decir, como alternativa a quien no le guste el lazo. Cosa que equivale a decir: si no llevas el lazo, como lo llevo yo, puedes optar por la estrella, es decir, puedes escoger la marca de la víctima, que fue exterminada, que será lo que haremos contigo, si no llevas el lazo amarillo. Es difícil no sentir una repugnancia extrema, no sólo por esta ilustración que El País ha publicado para infamia suya, sino por el autor de una monstruosidad tan abominable como la que ha hecho banalizando a las víctimas judías del exterminio y jugando a considerar los que llevan el lazo amarillo como asesinos exterminadores capaces de amenazar a los que, por no pensar como ellos, si no escogen el lazo amarillo, pueden escoger la estrella. Hermenéutica básica, nivel elemental.

¿Se puede bromear de todo? Sí. ¿Nos podemos reír de cualquier cosa? ¡Pues claro! Pero dime de qué y de quién te ríes, y sabré cuál es tu criterio moral

El chiste de El Roto, con la comprensible indignación generalizada que ha provocado en Catalunya (podemos ahorrarnos, por depresiva, el análisis de la reacción fuera de Catalunya), contrasta, sin embargo, con otro caso que sorprende que no esté provocando un escándalo parecido.

Me refiero a la obra de teatro Escape room que, desde el pasado 10 de noviembre (¡hace más de un mes!), se está representando en el Teatro Goya de Barcelona, con una ocupación media por encima del 80% y, si prestamos atención a su recepción en las redes, con gran éxito de público. La obra está escrita y dirigida por Joel Joan y Hèctor Claramunt e interpretada por Joel Joan, Àgata Roca, Oriol Vila y Paula Vives. La obra se anuncia como una obra de humor negro: en el cartel se anuncia "Escape Room. Una comedia" y, en el tráiler, se advierte: "por fuera, todas las escapes decepcionan, pero ya veréis, nos lo pasaremos teta", y añade: "Se pensaban que se lo pasarían de puta madre... pero las pasarán putas".

La historia, absolutamente banal, tiene lugar durante una noche en que dos parejas hetero deciden entretenerse en una escape room: una especie de atracción macabra en la que no sabes qué encontrarás y que basa su experiencia fuerte en que los participantes del juego se encierran en una habitación y tienen que utilizar elementos de dentro de la sala para poder escapar antes de que se acabe el tiempo definido.

La cuestión, para ir directamente al grano, es que esta escape room no va en broma y atemoriza a los participantes del juego con la amenaza de que no saldrán vivos si no resuelven una serie de pruebas. Enseguida descubrimos, con los participantes-actores de este juego siniestro, que esta habitación del terror está dirigida ni más ni menos que por uno de los mayores asesinos de masas del siglo XX, el oficial de las SS Josef Mengele, médico del campo de concentración de Auschwitz y responsable del exterminio de más de un millón de personas, muy mayoritariamente judías, en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau. Y es que, en realidad, esta escape room es una simulación siniestra de una cámara de gas, con las duchas de Ziklon B incluidas. Han leído bien: una obra de teatro, que se presenta como comedia, y que convierte en excusa para el entretenimiento y la diversión el instrumento más mortífero que ha creado un ser humano en los milenios de su existencia sobre la tierra.

Leí el texto hace meses y me horroricé hasta tal extremo que estaba convencido de que un artefacto teatral tan banalmente abominable nunca llegaría a subir a un escenario en la forma que lo leí. Estaba convencido de que no habría actores ni actrices que se prestaran, que alguna amistad de los autores les haría ver la inmoralidad de su propuesta, o que, finalmente, ninguna empresa teatral, ni pública ni privada, se atrevería a llevar a un escenario una obra que, en países civilizados como Francia o Alemania, sería inimaginable encontrarla representada. Cuando vi la obra anunciada me quedé de piedra y, todavía más, cuando descubrí y seguí la campaña publicitaria que se hacía. Y cuando descubría, en una perplejidad creciente, la reacción, mayoritariamente satisfactoria, en las redes, con gente que confesaba lo bien que se lo había pasado, cuánto habían reído y como, algunos, incluso, ¡anunciaban que volverían!

Es difícil no sentir una inmensa tristeza por las culturas que no son capaces de reaccionar ante productos infames que banalizan el sufrimiento de las víctimas como excusa iconográfica o visual para una acusación política o como excusa para un entretenimiento

¿Se puede bromear de todo? Sí. ¿Nos podemos reír de cualquier cosa? ¡Pues claro! Pero dime de qué y de quién te ríes, y sabré, mejor que por cualquier otra vía, cuál es tu criterio moral, cuál es la consideración que te merecen las víctimas de la violencia, el crimen y el exterminio, y hasta dónde puedes llegar en la miseria moral de despreciar, menospreciar y ofender el dolor de las víctimas y de los sobrevivientes del exterminio. Dime de qué y de quién te ríes y sabré de qué madera está hecha tu conciencia moral.

Por suerte, dos voces (hasta donde llega mi conocimiento) se han alzado, entre la crítica teatral, para denunciar la miseria moral de esta aberración cultural: Teresa Ferré, en un artículo publicado en Nació Digital, y Juan Carlos Olivares en La Vanguardia, dos voces de una extrema dignidad en medio de una aclamación absolutamente irresponsable que convierte la cultura que acoge con silencio y aplausos una inmoralidad digna del más profundo desprecio. Por suerte, también, el Amical de Mauthausen acaba de hacer un comunicado, de una contundencia poco habitual, sobre Escape room, denunciando que "banalizar el asesinato de millones de personas en las cámaras de gas no es sólo banalizar, es atentar gravemente contra la dignidad y el sufrimiento de las víctimas, contra el recuerdo y la historia, y contra los valores y los derechos humanos". ¿Se imaginan que se hubiera hecho una escape room con la sala del garrote vil donde se ejecutó a Puig Antich? ¿Se imaginan que el escenario del entretenimiento fuera uno de los camiones de la muerte que llevaban a las víctimas a una ejecución que acababa en infames cunetas de la Guerra Civil? ¿Se imaginan que, en un parque de atracciones, al lado del Hotel Krüeger, se anunciara una "Cámara de Mengele"? Pues eso.

Es difícil no sentir una inmensa repugnancia moral por la ilustración de El Roto o por la Escape room de Joel Joan y Hèctor Claramunt. Y todavía más: es difícil no sentir una inmensa tristeza por las culturas que no son capaces de reaccionar ante productos infames, como estos, que banalizan el sufrimiento de las víctimas como excusa iconográfica o visual para una acusación política (El Roto) o como excusa para un entretenimiento o un divertimento teatral (Escape room). "Una sociedad civilizada", escribió el filósofo Avishai Margalit, "es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros". ¿Aspiramos a una sociedad civilizada, o ya nos contentamos en vivir en medio de la miseria moral?