Con todo el garbo del mundo, el 10 de agosto de este año el Ministerio del Interior hizo público su "Informe sobre el empleo de agentes de inteligencia por parte de la Comisaría General de Información de la Policía Nacional". El título, aparte de pomposo, antidemocrático y en buena medida ilegal —pues supone una ingerencia en el derecho fundamental de asociación—, hay que situarlo en su contexto. Es consecuencia de la denuncia por la infiltración de agentes policíacos —algo temido y en parte descubierto por los afectados— en organizaciones que, en la mejor tradición del autoritarismo del que tanto cuesta desprenderse, son consideradas de hecho como desafectas al régimen por pretender un cambio del sistema constitucional, cosa que no es nada ilegal.

En primer lugar, hay que recordar que está emitido por un ministerio al frente del cual está un magistrado que acumula tres de las seis condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos impuestas al Estado español en materia de torturas, en concreto por no perseguir adecuadamente las denuncias presentadas por las víctimas. Es un aval que debe llenar de orgullo a toda la actuación ministerial. Hay que recordar que, como mínimo, una de las condenas recayó cuando Marlaska ya era ministro del Interior y tanto él como el Gobierno se lo tomaron como la cosa más natural del mundo. ¡Solo 3 (o 6)!, pensarían. Un éxito. El contexto no es solo personal. Tenemos el escándalo del CatalanGate, avalado por el mismo Defensor del Pueblo y que solo se ha cobrado la dimisión/destitución de la directora general del CNI de la época. No olvidemos que uno de los objetivos del espionaje ilegal y presuntamente delictivo —hay diligencias judiciales abiertas—, era espiar a los posibles socios del Gobierno. Es de suponer que en la Moncloa pensarían que nada mejor que obtener las referencias de los posibles compañeros de conversaciones que por las vías del Estado, que parece que tienen una función institucional diversa.

Se han dado como excusas —imposible justificaciones— de la anomalía dos argumentos realmente bien pobres. Uno, el más sufrido, es que se trata de algo que hacen todos los gobiernos. Dos, que se trata de prevenir delitos. Ninguno de los dos argumentos se sostiene.

El primero es una pura burla al sistema democrático —¡una más!—. Quizás lo hacen todos los gobiernos —o todos sus deep states, que no es ni de lejos lo mismo—, cosa que no justifica que se haga aquí, pero en los regímenes razonablemente democráticos, cuando a alguien lo cogen con el carrito de los helados dimite. Aquí, en España, incluso es injusto si no se recompensa, como mínimo con una medalla. No obstante, la ilegal base aducida por la Comisaría General de información de Madrid es pura superchería. Se ampara en el artículo 11 de la Ley de Cuerpos de Seguridad del Estado de 1986, en concreto en su apartado 1. h), en el sentido de captar, recibir y analizar datos para prevenir la delincuencia.

En democracia no se espía a quien es legal, sea amigo o contrario. Y hoy por hoy no hay ninguna asociación, sindicato o partido ilegalizado, ni su pertenencia es, por lo tanto, delictiva. Espiar es un vicio que manifiesta el autoritarismo resiliente

Aquí radica el cuento del argumento. Una cosa es captar, recibir y analizar datos para prevenir delitos; otro es irlo a buscar donde no los hay. Porque, diga lo que diga el comunicado ministerial, las organizaciones —innominadas— espiadas no han cometido como organización ninguna acción delincuencial —¿dónde están las actuaciones judiciales, las condenas?— ni tampoco sus integrantes como tales y al amparo de las mencionadas—innominadas recordamos— organizaciones.

Que en Catalunya hay un amplio movimiento independentista, contrario a las previsiones constitucionales y que tienen el interés de acabar, si es posible, con el estado actual de las cosas, es del todo cierto. Pero es legal. No solo legal: es democráticamente sano. Acabar con el estado actual de cosas es el objetivo de cualquier organización política. Desde Vox a la CUP. Pero las policías —dominadas y/o secuestradas por los deep state— solo miran sesgadamente a entes que, aparte del griterío en la calle, no organizaron ningún derrocamiento por la fuerza —lo que sería delictivo en cualquier ordenamiento jurídico— del sistema actual.

El informe, pues, es un puro razonamiento circular: hace actuaciones de inteligencia —sobre su calidad ahorraremos palabras— para evitar delitos; delitos que motivan la intervención de la inteligencia; no, sin embargo, la actuación de la policía judicial. Cosa más que grave, si tenemos en cuenta que la inteligencia policial califica estas organizaciones de inconstitucionales, ilegales, violentas y terroristas. Si no lo son, que no lo son, la inteligencia queda huérfana de objetivos. Es una clara manifestación de aquella máxima que la función crea el órgano.

Si la inteligencia es como la que llevaba a cabo el padre de todos los inteligentes, el eximio Villarejo, con informes inconsistentes, forzados, indemostrables, sin contenidos originales o transcripción de conversaciones delictivamente registradas, hay que reconocer que no hay mucho peligro. La ineptitud de la inteligencia es tan grande que, sin especiales contramedidas por parte de los posibles espiados, puestas en marcha cuando el olor provenía de las cloacas, los inteligentes han quedado al descubierto.

Pero una cosa tiene que quedar clara: en democracia no se espía a quien es legal, sea amigo o contrario. Y hoy por hoy no hay ninguna asociación, sindicato o partido ilegalizado, ni su pertenencia es, por lo tanto, delictiva. Por eso, espiar es un vicio que pone de manifiesto el autoritarismo resiliente, que ni con lejía se va.