Una mujer denuncia haber sufrido abusos sexuales de Adolfo Suárez cuando era menor. Es un relato respetable, recibido por la policía hace poco más de una semana. Y de inmediato, Podemos sale a los medios pidiendo que se borre a Suárez del espacio público: quitar su nombre al aeropuerto, derribar bustos, tachar calles, anular honores. Suena a justicia rápida. La realidad jurídica es mucho más complicada. Y, si la miramos de cerca, una idea bastante absurda.
El problema básico: no se puede juzgar a un muerto
Empecemos por lo más elemental. Adolfo Suárez murió en 2014. Los hechos denunciados prescribieron hace décadas. No habrá juicio penal. No habrá sentencia que diga si fue culpable o inocente. Eso no es una opinión: es lo que dice el artículo 130 del Código Penal español: “la responsabilidad criminal se extingue por la muerte del reo”. Es una regla que existe en casi todas las democracias. Y no es un tecnicismo burocrático. Descansa en algo que debería ser sagrado en un Estado de derecho: la presunción de inocencia. Es decir, que nadie puede ser declarado culpable de un delito sin que haya un juicio en el que se hayan practicado pruebas, en el que pueda defenderse, en el que un juez haya dicho claramente: “culpable, más allá de toda duda razonable”.
Una denuncia no es una prueba. Es el primer paso, legítimo y necesario. Pero el Estado de derecho necesita muchísimos pasos más antes de poder usar la palabra culpable contra alguien. Con Suárez, esos pasos no pueden darse. Está muerto. No puede ser juzgado. Y, por lo tanto, ni la Justicia puede declararlo culpable ni las instituciones pueden actuar como si lo fuera. ¿Entonces qué está proponiendo Podemos? Básicamente, saltar todo el proceso penal y meterse directamente en territorio administrativo y simbólico. Retirar honores “porque sí”, porque una persona lo ha denunciado, porque a un partido le parece que hay que hacerlo.
Eso tiene un nombre en la historia. Se llama damnatio memoriae: la condena de la memoria de alguien, practicada sin juicio, decidida por el poder de turno. Era una técnica romana que servía para borrar a los enemigos políticos del espacio público. Los nazis lo hicieron. Los regímenes totalitarios lo conocen bien. En una democracia de verdad, eso es un acto de poder, no un acto de justicia.
¿Presunción de inocencia para los muertos? También
Alguien dirá: “pero retirar honores no es una condena penal”. Formalmente, cierto. Pero en la práctica, ¿qué estás diciendo cuando quitas el nombre a un aeropuerto? Estás diciendo al mundo entero: “este hombre era indigno, era un agresor sexual, no merece ser recordado”. Es verdad que no es una pena de cárcel. Pero es una pena. Una pena moral, administrativa, simbólica. Una pena impuesta sin que el acusado pueda defenderse (porque está muerto) y sin pruebas practicadas en un juicio (porque no lo hay).
El Tribunal Constitucional ha dicho, en varios fallos, que la presunción de inocencia es una regla de trato y de respeto. No solo significa que no te condenen sin pruebas; significa que tienes derecho a ser tratado como inocente mientras no haya sentencia. Eso se aplica a todos, vivos y muertos. Porque las garantías del Estado de derecho no desaparecen cuando una persona fallece; solo se transforman. Un muerto no puede ir a juicio, es cierto. Pero tampoco puede ser condenado en la plaza pública por voluntad política.
La inconsistencia histórica: reformar memoria, sí, pero con reglas claras
Claro que se pueden revisar honores institucionales. De eso trata la Ley de Memoria Democrática de 2022. Ayuntamientos enteros han retirado símbolos franquistas, placas a represores, nombres de calles vinculadas a la dictadura. Eso es legítimo. ¿Por qué? Porque estamos hablando de gente que participó activamente en un régimen de represión sistemática, en un golpe de Estado, en la tortura y desaparición de personas. Los hechos están documentados, ampliamente conocidos, reconocidos por la propia historiografía. No hace falta una sentencia penal de la época (las dictaduras no sentencian así); basta con hechos históricos claros.
¿De verdad queremos vivir en un sistema en el que basta que alguien denuncie a un personaje histórico para que se borre de un plumazo?
Adolfo Suárez no es Franco. No es un represor franquista. Es exactamente lo contrario: es el hombre que pilotó la reforma política desde dentro del régimen para acabar con él. Es la cara visible de la Transición, de la ruptura con el franquismo, de la llegada de la democracia. Sus honores institucionales (aeropuerto, bustos, reconocimientos) existen porque de eso trata: de su papel en la historia política de España. Lo que se propone ahora es completamente distinto. No es retirar honores basados en el rol histórico de alguien, sino borrar por una denuncia de ámbito completamente privado, imposible de enjuiciar. Y eso abre una caja de Pandora: ¿de verdad queremos vivir en un sistema en el que basta que alguien denuncie a un personaje histórico para que se borre de un plumazo? Mañana puede ser cualquiera. Los criterios se vuelven borrosos, arbitrarios, presa fácil de las modas políticas del momento.
El doble rasero que indigna: dureza con los muertos, laxitud con los vivos
Y aquí es donde la cosa se pone realmente incómoda. Mientras Podemos grita pidiendo que se tumben los honores de Suárez, el Gobierno y el PSOE están viviendo su propio tsunami: seis casos de presunto acoso y abuso sexual de dirigentes socialistas han salido a la luz en pocas semanas. No estamos hablando de cosas de hace 40 años; estamos hablando de situaciones recientes, de compañeros y compañeras que fueron a los canales internos del PSOE a denunciar y no obtuvieron respuesta. De tocamientos no consentidos, de mensajes acosadores, de ambientes intimidatorios. Estos casos tienen nombres y caras. Paco Salazar, Antonio Navarro, José Tomé, Javier Izquierdo… Hombres vivos, investigables, contra los que se pueden tomar medidas reales. Y la respuesta del partido ha sido, para decirlo suavemente, lenta y vergonzosa. Suspensiones de militancia que llegan solo después de que los medios lo hayan gritado a los cuatro vientos. Dirigentes que dimiten de cargos orgánicos pero mantienen sus concejalías. Una gestión que parece diseñada para hacer lo mínimo para no parecer completamente cómplices.
Tenemos un cuadro perfectamente absurdo: con un muerto al que no se puede investigar, se pide la máxima sanción disponible: borrar su nombre del mapa. Con vivos a los que sí se puede investigar, se actúa con tibieza, con demoras, con cierto aire de “a ver si se olvida”.
¿Eso es feminismo? ¿Eso es tomar en serio a las víctimas?
No. Eso es utilizar a las víctimas como herramientas políticas. Es más fácil pedir que se borre un aeropuerto que tomar medidas urgentes e inmediatas en la actualidad. Es más fácil hacer un gesto simbólico sobre un muerto que hacer el trabajo incómodo de limpiar tu propia casa. El PSOE vive estos días bajo presión interna seria. Hay críticas desde la propia militancia. Hay mujeres dentro del partido preguntando cómo es posible que se tolere esto. Y la respuesta de la dirección ha sido… básicamente, nada. O casi nada. Mientras tanto, Podemos saca los altavoces. Y Suárez, que no puede defenderse, se convierte en la pantalla de humo.
Lo que habría que hacer en realidad
Esto no significa que se ignore a la denunciante de Suárez. Significa que hay que hacer las cosas como corresponde: investigar a los vivos. Si hay “colaboradores” de Suárez (como insinúa el mismo PSOE), personas que lo facilitaron, que lo encubrieron, que siguen vivas, entonces que se abra una investigación seria. La responsabilidad civil no se extingue con la muerte. Alguien puede haber cometido el delito de encubrimiento. Alguien puede haber sabido y callado. Eso sí se puede investigar y procesar.
Reparar a la víctima. Acompañamiento psicológico, reconocimiento oficial de lo sucedido, resarcimiento económico si procede. Eso es lo que hace un Estado civilizado. No borrar nombres de aeropuertos, sino cuidar a quien sufrió.
Aplicar estándares claros a los honores. Si vamos a retirar honores por denuncias, que se sepa cómo, que sea transparente, que haya reglas que no cambien según sopla el viento. Condenas firmes, procesos claros, revisables. No decisiones ad hoc tomadas en una rueda de prensa.
Y, por supuesto, actuar sin medias tintas con los vivos. Si hay dirigentes del denunciado por acoso, que existan procesos ágiles, garantistas, que protejan a las supuestas víctimas y también que garanticen la presunción de inocencia de los señalados, y sobre todo, que no sea necesario esperar a que los medios lo destapen. Que la dirección del partido asuma que no puede pretender ser la vanguardia feminista del país mientras tolera eso entre sus filas. Que se replanteen las políticas de cancelación. Sobre todo a la luz de lo sucedido en estos días con Errejón, cuando la Fiscalía propone el archivo de su caso, ese por el cual sus antiguos compañeros se lanzaron a la yugular sin cumplir con ninguna de las garantías del Estado de derecho. ¿Qué pasará cuando Errejón quede declarado inocente? ¿Le devolverán su lugar, le limpiarán la mancha sobre su honor? ¿Alguien saldrá a reconocer que metieron la pata, que fue indigna la campaña de mensajes anónimos sin fundamento? No parecen haber aprendido nada.
Juzgar a un muerto sin juicio, proteger a vivos con denuncias de peso, hacer gestos simbólicos mientras ignoras los problemas reales de tu propia organización, no es justicia feminista. Es puro teatro político. Y desde cualquier punto de vista jurídico, ético o histórico, es un absurdo peligroso.
El Estado de derecho se defiende o no existe. La presunción de inocencia se respeta incluso para los muertos, o deja de ser un principio y se convierte en un decorado que se quita cuando es inconveniente. Y la justicia real a las víctimas de abuso sexual no se construye borrando aeropuertos, sino enjuiciando a los agresores vivos, apoyando a sus víctimas y limpiando sinceramente las propias instituciones. Todo lo demás es ruido.