Hubo una época en la que la gente necesitaba de políticos paternalistas para sentirse guiada por las sendas de la recién estrenada democracia. Unos requirieron de un rey que era heredero directo del gran padre dictador, y tira millas; unos cuantos tuvieron necesidad de un centrista con dos cojones que había sido falangista; otros, de un socialista que se declaró más socialista que marxista; unos poquitos, de un comunista con más istas en el currículum —estalinista, europeísta, carrillista— que vidas tiene un gato, y aquí, en Catalunya, como teníamos una alma de encargado de tienda, tuvimos necesidad de un banquero con alma de vendedor de mercería. Nada que decir: cada cual intentó cobijarse donde Dios Nuestro Señor le dio calor.
Hay cosas que, cincuenta años más tarde, todavía no se han superado, y hablar con corrección de Jordi Pujol —el gran Honorable de los Honorables— te hace entrar directamente en el club de los pujolistas. Quiero decir que hablar bien de en Pujol, como se le conocía, de norte a sur, de este a oeste del país, en sus años de poder absoluto, te convierte en un servidor de la causa pujolista, y no es así. Yo, que fui criado en un antipujolismo racional, nunca sufrí ni de un amor ni de un odio irracionales hacia una figura política que despertó fervores casi espirituales entre sus seguidores, o visceralidades casi satánicas entre unos enemigos con graves problemas de autoestima. Para estos, Pujol fue como Josep Lluís Núñez para los antinuñistas —grupo en el que, por cierto, yo militaba—. Uno, para vivir, tiene que encontrar santos y demonios para dar un sentido místico a la propia existencia como miembro del rebaño.
De aquel Pujol que fue declarado 'Español del año' a mediados de la década de los ochenta por un diario de una españolidad tan poco dudosa como el ABC, al hombre empequeñecido por el envejecimiento que trata de justificar la deixa de l'avi Florenci ante un tribunal inquisitorial, han pasado cuarenta años, y a gran parte de los pujolistas irredentos y los antipujolistas viscerales les queda la energía justa para poder echarse una siesta de jubilado o prejubilado. Pero la memoria, al igual que la desmemoria o el rencor, suele mantener un vigor que solo mata el Alzheimer o cualquier enfermedad neurodegenerativa progresiva, afección que padece el Molt Honorable, ahora que los tribunales españoles querrían ensañarse con él para convertirlo en el chivo expiatorio de lo que en su día se conoció como el procés y que dejó a unos cuantos políticos con las témporas al aire. La imagen de este Pujol debilitado dudo que satisfaga a todos aquellos que llevan diez años esperando ansiosamente los juicios a la familia Pujol como acto superlativo de sus necesidades viscerales de ajustar cuentas. O a lo mejor sí, incapaces de haberle plantado cara cuando el expresident de la Generalitat era un hombre con todas las capacidades conectadas.
Me cuesta concebir el funeral de Estado que merecerá Jordi Pujol, pero me gustaría no verlo sentado en el banquillo para hacerles un buen corte de mangas a quienes desean su humillación pública
Hace una semana, fui invitado al Més Nit de TV3 para presentar el libro que acabo de publicar, titulado Los felices ochenta, y Marina Romero, la conductora del programa, me preguntó si Jordi Pujol merecería un funeral de Estado. La pregunta me sorprendió por la dimensión casi cósmica de hablar de una persona viva como si estuviera en cuerpo presente, y dije que sí, que evidentemente. Y mientras hablaba, pensaba en el Molt Honorable y la castaña que debe de ser que hablen de ti como si ya no estuvieras, viéndote a ti mismo tumbado en medio de la planta noble del Palau de la Generalitat, condecorado in memoriam como gran gloria nacional de este Estado sin Estado. Esto de las muertes por adelantado siempre me recuerda la secuencia de una película de Monty Python. La peste negra. Un carro que recoge los cadáveres al grito de "¡los muertos, los muertos!". Un señor con un viejo a cuestas dispuesto a tirarlo al carro. El viejo que protesta y dice "pero si yo estoy sanísimo". El hombre que lo traslada contestándole "no me seas infantil". Y tras pagarle una propina al hombre del carro: una hostia en la cabeza del viejo y otro muerto a trasladar a la pira de infectados en llamas.
La singularidad del asunto es que quienes más desean que Pujol pase el año con una salud de hierro para poder ajustar cuentas ante una justicia experta en prevaricaciones, son los mismos que desearon su muerte política —física no lo sé, pero me lo puedo imaginar— cuando el Molt Honorable era un líder indestructible, casi mesiánico, de Catalunya. Nunca pudieron con él y les molestaba que aquel tipo con aspecto de Joan Capri los destruyera intelectualmente en cada ocasión en la que se enfrentaron en el Parlament o en la vida pública. Con la excepción de Rafael Ribó, el líder de ICV, con quien mantuvo brillantes combates parlamentarios durante los años noventa.
Nunca ha habido un político de la talla de Jordi Pujol, en quien conviven felizmente maridados un continente lleno de tics y un contenido repleto de lecturas y de saber mayúsculo, un maridaje que, literariamente, sería como mezclar el señor Esteve de Rusiñol y la erudición de Martí de Riquer. Y a pesar de su talla política e intelectual, el Honorable de los Honorables falló en lo del laissez faire y mirar para otro lado. El pujolismo no solo era una forma de entender el país, sino también una forma de hacer país que permitió que Marta Ferrusola acabara convertida en una mamá Dalton catalana, y que aparecieran un montón de satélites adheridos a la nave nodriza, la del 3%, y un no menos numeroso grupo de marcas blancas. Cuando uno cree que Catalunya es suya, suceden cosas que no deberían suceder.
El hecho es que me cuesta concebir el funeral de Estado que merecerá Jordi Pujol, pero me gustaría no verlo sentado en el banquillo para hacerles un buen corte de mangas a quienes desean su humillación pública. Pujol fue el último padre político de una generación desconcertada. Y después de los políticos paternalistas, llegaron unos políticos con alma de padrastro temporal, con tan poco continente como escaso contenido, pero con una mala leche y una mediocridad digna de los miserables.