En el año 1831, Alexis de Tocqueville comenzó, acompañado de su amigo Gustave de Beaumont, su conocido periplo por Estados Unidos. Una vez que regresó del largo viaje, publicó, en dos volúmenes, en 1835 y 1840, La democracia en América. El origen de esta aventura fue un encargo del gobierno francés, que quería que el pensador y politólogo estudiara el sistema penitenciario de Estados Unidos, con vistas a reformar las prisiones propias. Estados Unidos había declarado su independencia en 1776 y las élites europeas más avanzadas contemplaban ese nuevo país con gran curiosidad, ya que se había fundado libre del corsé de las viejas estructuras aristocráticas y eclesiales, y sobre las bases de la democracia, el liberalismo y la economía de mercado. Desde siempre, Europa ha mirado a EE.UU. con atención y con ojos admiradores. Incluso cuando, ya en el siglo XX, nuestro continente dejó de ser el centro del mundo, que se trasladó a la otra orilla del Atlántico. La contribución de Estados Unidos durante la primera y la segunda guerra mundiales añadió a la admiración el agradecimiento europeo. También el plan Marshall, por ejemplo. Hazañas como la llegada del hombre a la Luna actuaron en la misma dirección. Al igual que Hollywood, la industria musical y tantas otras cosas.

Los europeos del siglo XX nos hemos sentido —más allá de las críticas a sus excesos imperiales y al distanciamiento provocado por una forma de vida distinta a la nuestra— muy unidos a lo que allí sucedía. Nos une un hilo determinado y resistente, que nace de que los primeros colonizadores estadounidenses fueran europeos que huían de sus países. Por eso los ataques de Donald Trump y su administración —el vicepresidente J. D. Vance—, especialmente en este segundo mandato, nos han desconcertado a todos. También a los mandatarios de los principales estados europeos y de la UE. La extrema derecha populista americana y personas importantes de su entorno, como es el caso de Elon Musk, han roto ruidosamente con Europa, y esto, para nosotros, va mucho más allá de un grave problema político. Aquellos a quienes considerábamos de la familia nos están traicionando y nos están atacando. Más aún: están ayudando ostensiblemente y con descaro a nuestros enemigos, hasta el punto de amenazar el futuro de la UE y de Europa en general.

En los últimos días, Trump ha dado un paso más. En declaraciones y, también, a través de la publicación de la Nueva Estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, se ha vuelto ostensiblemente contra Europa y lo que representa, y ha bombardeado los puentes que aún nos unían. En el mencionado documento, se advierte que Europa puede irse al garete como civilización debido a la inmigración —Trump olvida el origen y la naturaleza de EE.UU.— y de la baja natalidad. Igualmente, se señala que Washington debe "cultivar" la resistencia contra la presente trayectoria europea, es decir, que debe seguir apoyando a la extrema derecha populista del continente, lo que ha sido visto desde Bruselas como una grave amenaza de injerencia. A Trump le parece que Europa es un grupo de Estados "en decadencia" y con dirigentes "débiles". El presidente estadounidense ha atacado con especial virulencia al alcalde de Londres, Sadiq Khan, que es musulmán: "Horrible", "incompetente", "asqueroso".

Aquellos a quienes considerábamos de la familia nos están traicionando y nos están atacando. Más aún: están ayudando ostensiblemente y con descaro a nuestros enemigos

Trump no entiende Europa, y menos aún este experimento complejo pero visionario que es, con todas sus carencias y equivocaciones, la Unión Europea. Además, percibe el Viejo Continente como un estorbo, una molestia, un obstáculo en su camino, en su seguir adelante sin rodeos y sin miramientos. Un obstáculo que hay que apartar, desterrar. Muy especialmente en estos momentos, en lo que a Ucrania y Rusia respecta, con Trump apoyando al dictador y agresor Vladímir Putin. No es el presidente estadounidense un hombre intelectualmente preparado, ni alguien que haya leído mucho. Ni un amante de la democracia. Tampoco comparte los valores fundamentales de lo que solíamos llamar Occidente, valores que nos llegan de la Ilustración, el liberalismo clásico o el republicanismo. Él es sobre todo un tipo de acción y de una peligrosa —por muy excesiva— confianza en sí mismo. En consecuencia, se mira en "hombres fuertes" —y detestables— como Xi Jinping o el propio Putin. 

Ese familiar, ese hermano o primo, que era Estados Unidos, se ha convertido en un enemigo, o al menos se ha convertido en ello la América de Trump. El canibalismo trumpista obliga a Europa a actuar con fuerza y determinación, venciendo sus inercias paralizadoras. Ya no se las puede permitir. También supone una ruptura sentimental, muy seria. Trump subvierte una historia y una memoria compartidas. Si en su momento —en 1992, cuando la URSS implosionaba— Francis Fukuyama, pecando de un enorme exceso de optimismo, vaticinó la hegemonía de la democracia y la libertad en el mundo, The End of History and the Last Man (El fin de la historia y el último hombre), lo que contemplamos hoy es todo lo contrario: una gran ola de extrema derecha —radicalmente contraria a lo que es la UE—, capitaneada por unos Estados Unidos que han cambiado de bando. Que nos han dejado solos. Más aún: que nos han traicionado. En este nuevo mundo del siglo XXI, muchos dirigentes y ciudadanos europeos pueden sentirse, sorprendentemente, como ese conductor que, de repente, se da cuenta de que todos los demás circulan en sentido contrario. A gran velocidad y con evidente peligro.