El año más extraño del mundo ha alterado tantas cosas que en pleno septiembre vemos los play-off de la NBA y el Tour de Francia, que era ideal para las siestas de julio y lo es menos para el inicio del curso, aunque teletrabajemos en casa. Y, como que ahora podemos dormir menos tiempo, me he dado cuenta de la enorme cantidad de rotondas que se ven durante el recorrido de la prueba. Y he certificado que, efectivamente, lo de las rotondas es una epidemia. Leo a Carlos Arribas en El País explicando que Francia es el paraíso de las rotondas, que construye más que ningún otro país europeo y que, en la etapa del martes, se contaron 78, una cada dos kilómetros. Todo un récord. En 1996 se contaron sólo 190 rotondas en 3.700 kilómetros de Tour. Este 2020 son 500 en 3.484 kilómetros. Una plaga.

Pero eso no es todo. Ustedes conocerán aquellos pasos de peatones —o no— elevados, que atentan contra la suspensión de su coche con la excusa de que disminuya la velocidad. Pues bien, las carreteras del Tour están llenas. Pero hay que sumar aceras de hormigón que aprietan carreteras, jardineras de todo tipo y condición e, incluso, calles donde se ha quitado el asfalto y se han puesto con adoquines porque queda más bonito. En fin, que el recorrido del Tour parece, casi, Barcelona. Digo casi, porque no he visto algo más peligroso en una calle que los bloques de hormigón que ha puesto el equipo de Ada Colau, auténticos cuchillos para coches, motos y bicis y, sobre todo, para los inconscientes peatones que quieren sentarse. Bueno, eso ya lo resolverá la fiscalía. Sin embargo, todo sea dicho, la persecución del coche particular en Barcelona no es proporcional a la alternativa que se ofrece. Y esto no es un problema que deba resolver sola la alcaldesa. Es un problema metropolitano y más allá, que diría Buzz Lightyear.

Las rotondas expulsan peatones y son dramáticamente peligrosas para los ciclistas, cuando nos llenamos la boca con el discurso del medio ambiente

Pero, volviendo al Tour, explica el mismo Arribas que los llamados puntos duros se han multiplicado por seis en 25 años. Y que las señales de todo tipo, muchas en las entradas de las rotondas —imposibles de leer—, se han multiplicado por cuatro. Total, que aún es extraño que no haya más accidentes, porque si todo esto ya es un peligro para el coche, no le cuento para el ciclista.

Es verdad que, técnicamente, una rotonda permite centrifugar los vehículos y distribuirlos sin atascos, porque no hay semáforos. Ciertamente, parece que el invento es francés, porque el país vecino se hicieron las primeras rotondas urbanas como la plaza de L'Étoile de París, para ordenar el tráfico de carruajes. Pero fue en Inglaterra en los años sesenta donde se implantó la rotonda para circular de manera sistemática por las intersecciones de carreteras. Francia, de nuevo, introdujo la decoración en el centro en los años setenta, sobre todo en las entradas de las poblaciones. Pero ha sido España, siempre tarde y superlativamente, quien ha sublimado este arte. Quizás Francia es el lugar donde hay más rotondas del mundo, pero en los últimos 30 años en España se han construido por encima de sus posibilidades.

Las rotondas quizás irán muy bien para regular el tráfico, pero son puntos negros para los coches aunque se disminuya la velocidad. Y, sobre todo, expulsan peatones —no son plazas— y son dramáticamente peligrosas para los ciclistas, cuando nos llenamos la boca con el discurso del medio ambiente. Las rotondas quizás irán muy bien para regular el tráfico, pero —a pesar de que hay competición sobre el mal gusto para decorarlas— hacen que todos los pueblos y ciudades se parezcan, también a sus periferias, llenas de rotondas, de gasolineras y de polígonos. Hace no tantas décadas, los pueblos y ciudades también se parecían, pero se parecían por las carreteras de acceso. Rectas y con los plataneros alineados, con sombra en verano y follaje en invierno. Una imagen que se parece más a la civilización que esta modernidad en forma de pavo y faisán, como una rotonda que hay en Jaén.