Gracias a Pedro Sánchez cada vez se hará más evidente que la justicia que el PSC abrazó para poder romper el consenso sobre el derecho a la autodeterminación sería capaz de defender que las vacas vuelan, como los editores de La Vanguardia. Gracias a Sánchez cada vez quedará más claro que el realismo de ERC es casi tan mágico como el independentismo del mundo de CiU, y que la autonomía es una estructura moribunda. El presidente español dobló la apuesta a todos los sectores de Madrid que intentaron eliminarlo y, como que no lo pueden perseguir impunemente, como si fuera un catalán, ha arrastrado a todo el mundo detrás.

Sánchez es un éxito de la Transición y pisa terreno sólido en un marco político en el cual casi todo el mundo está en falso. El PSOE, por ejemplo, deberá democratizar las estructuras del Estado, o bien cuando Sánchez se vaya, el partido acabará devorado por la derecha y por la izquierda, y el guerracivilismo subirá de intensidad. ERC tiene poco tiempo para demostrar que la autonomía sirve en Catalunya más que en España. Si fracasa, la izquierda del país acabará más deshonrada que el mundo de CiU. En cuanto a Puigdemont, ha salvado la piel por los pelos poniéndose en manos de Sánchez, pero los chicos de Clara Ponsatí todavía no han entendido que son carne de cañón, con o sin él.

Sánchez se está cargando los pilares de todas las comedias que aguantaban las jerarquías y el imaginario de la España autonómica. Los trucos de siempre piden despliegues cada vez más teatrales y a la vez hacen un efecto más sórdido y ridículo. La manifestación de los campesinos catalanes, por ejemplo: después de hacerse las fotos, Junqueras habría podido enviar los tractores a colapsar Bruselas o Madrid, que es donde se toman realmente las decisiones que los afectan. El problema es que entonces los campesinos le habrían podido responder que, por el mismo precio, ya cortaban las fronteras del Principat y que él intentara hacer la independencia o de arrancar alguna concesión a Madrid.

Si los políticos catalanes quieren hacer alguna cosa tendrán que subir las apuestas, igual que ha hecho Sánchez, pero con más imaginación y audacia

Los catalanes nos estamos convirtiendo en los judíos de España. Jaume Giró recordaba el otro día que muchos políticos europeos vienen del mundo de la banca. Lo decía para reivindicarse, con esta pedantería que domina el mundillo de la cultureta convergente. El problema es que Catalunya no tiene banca, igual que en el siglo XIX, cuando los militares monopolizaban la política, no tenía ejército. Si los políticos catalanes quieren hacer alguna cosa tendrán que subir las apuestas, igual que ha hecho Sánchez, pero con más imaginación y audacia. Para empezar, tendrán que confiar en el pueblo; entender que el espíritu del 1 de octubre quizás no es suficiente para hacer la independencia, pero es imprescindible para defender causas concretas.

La política catalana ha perdido la poca capacidad de coacción que había tenido en los tiempos dorados del pujolismo. Los partidos no solo han perdido la capacidad de influir en la política de los gobiernos de Madrid; ahora ni siquiera pueden presionar a sus votantes, como pasaba en los primeros años del régimen de Vichy. Basta ver cómo responde Twitter a los chantajes de las vacas sagradas de TV3 para darse cuenta de que pronto ni siquiera Vox dará ningún miedo. Así como los catalanes hicimos la Revolución Industrial contra todo pronóstico, en un país cautivo, sin ríos ni carreteras, ahora tendremos que encontrar la manera de hacer política sin los elementos convencionales de los poderes constituidos.

España ha querido pacificar Catalunya haciendo del país un laboratorio avanzado de las técnicas de manipulación social, pero ya se ve que el experimento se le va a girar en contra, por más que nos hunda. Mientras Feijóo hace la puta i la Ramoneta con la amnistía, articulistas como Villacañas denuncian el empujón que Madrid está dando a las dinámicas económicas y demográficas que sostuvieron el franquismo. Después de las mentiras del procés, en Catalunya todo el mundo tiene miedo de ver su piel vendida a precio de saldo. Pero solo el político que esté dispuesto a correr el riesgo que el pueblo lo traicione y lo abandone, tendrá posibilidades de hacer algo que no dé risa.