Cuando llega el verano, ocurre que la mayoría de nosotros respiramos aliviados porque (de una forma del todo honesta, pero ingenua y estúpida) pensamos que finalmente llegará el tiempo en que podremos abstraernos del trabajo y descansar con justicia. Pero rápidamente descubrimos la falacia y nos damos cuenta, por enésima vez en la propia vida, de que el verano no tiene nada que ver con el reposo y el ocio, sino que representa quizás la etapa del año más estresante de todas. Habíamos pensado que durante estas semanas podríamos currar de una forma más relajada, nos habíamos prometido leer una tonelada de libros pendientes y vagar por el jardín charlando con las plantas, pero pronto percibimos que no solo debemos seguir trabajando para no morirnos de hambre sino que, a su vez, las continuas interrupciones a las que estamos sometidos no solo nos impiden leer calmosamente, sino también ejercer cualquier embobamiento.

Uno podría pensar que el culpable de todo esto es este calor africano en el que estamos atrapados, desertificación de la vida que nos condena a una sensación de mucosidad mental permanente. Escribo que el calor nos somete, pero me veo obligado a rectificar, pues este ardor verdaderamente asqueroso es responsabilidad de nuestra desidia con la madre naturaleza, que, después de lustros de ser puteada con toda cuanta humareda, ahora se ha vengado de nosotros convirtiéndonos a todos en beduinos aficionados; no, la culpa de todo ello no es de esa llamarada constante que, especialmente en los hombres, deriva en esa vestimenta tan nauseabunda de pantalón corto y camisas de lino que transforman las axilas en riachuelos de orina. La autoría de todo ello es de los humanos, que, en vez de asumir el tedio y aislarnos del mundo, todavía tenemos la barra de inventar actividades delirantes para embutir el día.

Esta incapacidad para quedarnos quietos en casa deriva en la horripilante manía de viajar e ir a tocar los cascabeles de los autóctonos en cada rincón del planeta

Esta incapacidad para quedarnos quietos en casa deriva en la horripilante manía de viajar e ir a tocar los cascabeles de los autóctonos en cada rincón del planeta. Lo sabemos muy bien nosotros mismos que, lejos de ser un país donde la gente viene a estudiar o a embelesarse admirada ante La batalla de Tetuán, nos hemos convertido en un cuchitril de barro donde incluso los europeos más civilizados nos invaden solo para consumir cantidades industriales de tinto de verano y, posteriormente, miccionarlo en los rincones del Gótico o en Salou. Podríamos compensar esta animalada con cierta constricción, limitándonos a hacer el santo favor de quedarnos en casa, pero nuevamente optamos por pirarnos (lo digo literalmente, joder lo que queda de natural en el mundo) y urdir viajes de estética cateta, unos trips que contemplo a menudo por Instagram solo para confirmar que mis coetáneos van a la playa con la actitud de cuando eran adolescentes.

Idiota de servidor, yo siempre suelo reservar las horas de verano para dedicarme de una puta vez a reanudar la decena de libros que debería escribir y que he dejado con la palabra en la boca de la página en blanco. Pero, verano tras verano, fracaso absolutamente, no solo porque la canícula me deja el encéfalo del todo febril, sino porque me veo sometido a una batería inaudita de distracciones que llegan en forma de cenas al aire libre (así se refieren a ello mis amigos, como si todavía viviéramos en los noventa), de compañeros periodistas que me llaman de la radio preguntándome si Pedro Sánchez aguantará o se lo acabarán de comer los jueces fachas, y de chicos de vida cultureta que me piden con toda la ilusión del mundo que lea su último libro, que versa generalmente sobre la deconstrucción masculina o, como mucho, resulta ser una distopía sobre un mundo donde el teléfono móvil nos sustituye el magín.

Así no hay quien haga algo de provecho, como podéis entender, y todavía me he dejado un montón de regalos que Satanás nos envía durante estos meses, como los vomitivos festivales de música del Empordà, las obras de teatro polacas que harán en el Grec, o lo que los cursis llaman pódcasts conversacionales sobre cómo afrontar el altísimo precio de los alquileres. Todo esto son armas de destrucción masiva, inventos del diablo que, por si fuera poco, nos van minando el cerebro mientras hacemos scroll en el teléfono y vemos a personas a las que creíamos sensatas reproduciendo el anuncio de Estrella en una cala menorquina. Es espantoso, auténticamente repulsivo, lo de esta etapa del año. Por fortuna, siempre quedarán los artículos (especialmente los míos, que al menos tienen sintaxis catalana) y esperar a que Dios se apiade de nosotros y, gracias al inexorable paso del tiempo y por muy imposible que parezca ahora, llegue septiembre.