Esta semana se ha hecho viral un vídeo en que un periodista de TVE entrevista a un turista junto a la playa barcelonesa. Preguntado sobre qué le complace más de Barcelona, el guiri dispara los tópicos más españolizados y horteras sobre aquello que resta de nuestra ciudad ("me encanta la playa, el agua limpia y fría, el buen tiempo, y también la comida, el barrigón") mientras, en el fondo de la imagen, vemos como un conciudadano (racializado) le manga la bolsa a un desdichado conciudadano (no racializado) que se había distraído mirando la carnaza femenina en la arena o quién sabe si la belleza del horizonte. En un nivel perezoso de conciencia, los habitantes de Twitter se han reído de lo lindo con la paradoja lícita entre la visión idílica de una ciudad entregada  a la felicidad del mar y la aparente degradación del bienestar en las calles –aquello de que los cursis denominan "la marca Barcelona"–, última responsable del hurto en cuestión.

Pero las dicotomías, como nos enseñaron Hegel y los pesados de sus alumnos psicoanalistas, siempre esconden una tercera persona oculta. En este caso, el sujeto ausente sería el policía que tendría que haber interceptado al mangui para llevarlo a comisaría, lugar del cual (por aquello de los laberintos del derecho penal enemigo) saldría la misma tarde. Esta es la ausencia perversa de la ecuación de una imagen mediante la cual la mayoría de los tuiteros pueden permitirse reírse, aun exigiendo más presencia policial en la calle, sin que su alma progresista tiemble por contradicciones. El caso no es exclusivo de la capital; ante la previsible degradación de los espacios urbanos en los próximos años de crisis, se tienen ganas de ver más porras en la calle. En casa también nos pasa: cuando, accidentalmente y de forma inaudita, vemos agentes de la Urbana patrullar por el Call, nos coge una ilusión que incluso los besaríamos.

El común de la tribu busca a un policía que ponga orden en nuestras vidas, consciente de que el deseo en cuestión solo puede saciarse a través de los canales habituales del autonomismo. El orden, en definitiva, siempre acostumbra a ser una imposición española

Barcelona busca a un policía, un hombre de autoridad que acabe con tanto desenfreno. Incluso diría que Catalunya se encuentra en el mismo anhelo de autoridad. Cuando el país se afana por acabar con la juerga a través de los uniformados la cosa, no falla, siempre acostumbra a preludiar la campaña de un convergente como dios manda. Solo así se explica que hayan trascendido noticias como las plantaciones de marihuana del progenitor del Molt Honorable Aragonès o que incluso los periodistas colauistas de BTV empiecen a hacer públicas muchas estadísticas del auge criminal en Barcelona. Lentamente, todo eso acaba contagiando a la ciudadanía, nostálgica de un hombre con la autoridad del mayor Trapero, pero sin sus contrastadísimas ganas de detener a nuestros mandatarios en caso de independencia efectiva. A fuerza de alabar el CNI, el pobre Mayor se ha excluido definitivamente del club de mártires procesistas.

En el fondo, la resurrección de Trapero es explicable y no tiene nada que ver con la falta de justicia que, en opinión del ilustrísimo agente, se ha tenido con las víctimas de los atentados de la Rambla. A la mínima que puede, Trapero recuerda a sus jueces absolutorios que hicieron bien alejándolo de la chirona y descartándolo como sedicioso. De cara a nuestros enemigos, no hay nada mejor que contar con un jefe de policía que nunca les falle. Si hoy hay que alabar el CNI, amén Jesús y tira adelante. Si mañana hay que apoyar la vara de mando de Felipe VI, pues tú dale. En el fondo, el Mayor de los Mossos expresa mejor que nadie el destino de los políticos catalanes después del 155, un papelón que pasa por la sumisión más vergonzosa; pero a diferencia de nuestros líderes, Trapero cuando menos tiene la decencia de no hacerse el intenso ni el patriota. Esquerra y Convergència hacen igual y, de hecho, nos cuestan mucho más caros.

La situación resultante de todo es típicamente nostálgica, ergo catalana. El común de la tribu busca a un policía que ponga orden en nuestras vidas, consciente de que el deseo en cuestión solo puede saciarse a través de los canales habituales del autonomismo. El orden, en definitiva, siempre acostumbra a ser una imposición española​. Con lo cual, finalmente, se acaba tolerando el desenfreno a riesgo de hacer cachondeo con un pobre señor que busca su bolsa hurtada, casi a lágrima viva, junto a nuestra espléndida playa. Ideal para visitantes.