Esta gente que no se indigna por nada, pero tampoco se exalta nunca, tiene sangre de horchata. No es un piropo, tener sangre de horchata. Lo decimos de gente sin vigor, flemática, pasiva, vaya. Hermano sinónimo de no tener sangre en las venas. Ser vivo, sin embargo, es tener sangre. Y en Catalunya hoy falta sangre. Falta en los hospitales y es necesaria en el vigor social, en la trepidación cívica.

Vengo ahora de donar sangre en una escuela del Raval, donde se han instalado unos equipos móviles de donación. No había nadie más en aquel momento, solo los alumnos de la escuela, bastante pequeños, que tenían mucha curiosidad y preguntaban qué estaba pasando en un aula al lado del patio. ¿Sois dentistas? Preguntaban al personal. Y a mí, si había dado sangre, y por qué, y si me había hecho daño y cuánto pesaba y cuántos años tenía, porque para dar sangre tienes que tener más de 18 años y pesar 50 kilos, ¿ya lo sabes? Me han arrancado una sonrisa natural porque hace muchos días que los 18 años y los 50 kilos están incorporados en mi persona. Uno de los alumnos me ha recordado que para que haya rosas, tiene que existir un dragón, muerto y ensangrentado. Sí, sí, le he respondido, y he añadido una frase que siempre me acompaña: tampoco hay rosas sin espinas. Me han colmado de refrescos, zumo de piña, agua, galletas y me han hecho saber que falta sangre y que se lo diga a mi gente.

No se percibe lo suficiente el valor social de donar, y la cultura del consumo individualista tampoco ayuda nada

Aquí me tenéis, gente mía, llevando el clamor del Banc de Sang al ágora pública. Donar sangre es muy productivo: todas las donaciones de sangre se separan en el laboratorio para obtener tres productos diferentes: glóbulos rojos, plasma y plaquetas. Cada uno de estos componentes sanguíneos se transfunde a un enfermo diferente. Por eso, una única donación de sangre puede beneficiar a tres personas diferentes. No tengo estadísticas, pero sí una sospecha. Los donantes lo somos porque lo hemos visto hacer en casa (en mi caso, claramente) o porque hemos visto de cerca la necesidad de la sangre en transfusiones o tratamientos. No te sale de natural, dar sangre. A mí, además, no me gusta, las agujas no me fascinan y es un gesto que sé necesario pero que no me sale de natural: me he tenido que entrenar.

Se hacen campañas, hay sangre-influencers que explican las bondades de ser donante, pero todavía se ve como una especie de acto altruista que da entre pereza y miedo. No se percibe lo suficiente el valor social de donar, y la cultura del consumo individualista tampoco ayuda nada. Los filósofos podrían esforzarse y afilar el pensamiento para hacer saber a las personas el valor del don. Entre los niños que tienen que esperar a los 18 años para donar, y los adultos que se hacen los sordos, tiene que haber espacio y voluntad para liberar sangre. Pensad en las rosas y en la literatura, pero no olvidéis que sin sangre, no hay vida. Y, por lo tanto, tampoco amor.