Europa con su ancestral, pedante e insoportable hipocresía. Y, con ella, el grupo de periodistas y analistas de corto recorrido que le hacen la corte, como si el mito no fuera una gran estafa, contundentemente avalada por la historia. Sí, es cierto…, la Europa de los grandes pensadores, las grandes reformas, la cuna de los derechos, el arte… Pero también la Europa de las colonizaciones, las guerras más brutales, las ideologías del mal... En definitiva, la ambivalencia histórica de un concepto geográfico que ha mutado en un universo simbólico emotivo, donde nos reconocemos como miembros. Europa es un estado anímico, un sentimiento etéreo, tal vez es un intento de idea política permanentemente fallida. Pero más allá de ello, ¿qué somos, a dónde vamos, a qué dedicamos el tiempo libre? Y sobre todo, ¿qué nos hemos creído para ir por el mundo con estos aires de superioridad moral, cuando somos el continente que más masacres ha perpetrado? Esta soberbia secular no deja de ser una dualidad psiquiátrica, atrapados entre nuestro gran complejo de superioridad, y el complejo de inferioridad que nos provoca la necesidad permanente de ayuda. Sobre todo, con respecto a nuestra relación con los Estados Unidos, el hijo bastardo, siempre despreciado, pero eterno salvador de nuestras miserias.
Ahora repetimos el esquema a raíz de la cuestión de Ucrania. Trump toma decisiones, arrastra Putin a Alaska, y la soberbia europea se dispara en los micrófonos y los discursos políticos. El relato previsible se instala: Trump, raíz de todos los males, está abandonando a Ucrania, a Zelenski y el derecho internacional. Y a partir de aquí crecen los Macrons irrelevantes, que solo mueven pieza porque la ha movido Trump. Pero antes de que Trump desplegara su estrategia con respecto a la guerra, y mucho antes de censurar sus decisiones, ¿podemos preguntarnos qué carajo ha hecho Europa durante estos tres años de guerra? Y es aquí donde la hipocresía se convierte en la principal característica del continente.
Vamos por partes. Primero: Trump tiene razón al querer acabar el conflicto. Son tres años de una guerra atroz que acumula, entre los dos bandos, casi dos millones de muertos. Con el añadido que en el conflicto han aparecido desde soldados norcoreanos hasta drones iraníes, y capital chino, todo en suelo europeo. Es, pues, una guerra de altísimo riesgo que, tal como está, se podría cronificar hasta el infinito, y solo generaría más y más matanza. ¿O alguien está en condiciones de detener bélicamente Putin? ¿Nos ponemos a ello de verdad? ¿NO? Ah, ya me lo parecía... Por lo tanto, a diferencia de Europa, que le da palmaditas en la espalda a Zelenski, pero no ha presentado ni una sola idea, ni propuesta, ni ninguna alternativa para acabar con el conflicto, Trump presenta un plan de choque para intentar encontrar una salida. ¿Es un buen plan? Como mínimo, es un plan.
Cargar contra Trump que, al fin y al cabo, es el único que intenta mover el mostrador, es un ejercicio de fariseísmo monumental. Sobre todo porque, puertas adentro, los líderes europeos están encantados de que nuevamente —y como siempre— sea Estados Unidos el que nos haga el trabajo sucio
Segundo: Trump también tiene razón al querer hablar con Putin, porque la paz se firma con los enemigos, y es con el zar ruso con quien hará falta sellar el final. ¿Quiere decir que eso es bonito, simpático, agradable, moral? No, de ninguna manera, cosa que no desmiente el hecho que es necesario. Tercero: la realpolitik obliga a pensar que habrá concesiones territoriales a Putin, a pesar de la derrota moral que eso significa. ¿Por qué? Porque Putin ganó la guerra el primer día, una vez quedó claro que China le daría apoyo —¡China, el gran problema!— y que la OTAN no podía defender Ucrania porque no podía mover ni un solo tanque en Polonia. En este sentido, cualquier negociación de paz pasará, inevitablemente, por algún coste territorial a Ucrania, y eso lo saben todos, incluidos los excitados líderes europeos. ¿O no fue así cuando Europa hizo mutis mientras Putin se zampaba Crimea entera? ¿Dónde estaba el escándalo europeo ante un acto que dinamitaba el derecho internacional? Todos callados y rezando para que el gas ruso no sufriera ningún susto. Y de este éxito de invasión Putin sacó la convicción que, tanto por tanto, también podía invadir Ucrania. Criticar que Trump pueda aceptar firmar la paz con concesiones a Putin, cuando practicamos un silencio clamoroso mientras caía Crimea, es nuevamente una evidencia de la fabulosa doble moral europea.
Cuarto: ¿la determinación de Trump conduce hacia el final de la guerra? ¿Dicho de otra manera, sus maniobras tendrán éxito? De momento, es un hecho que la foto de Alaska blanquea y beneficia a un Putin que saca pecho ante una Europa derrotada y un Trump desconcertado. Cosa que hace creer que el presidente norteamericano ha pecado de prepotente y al mismo tiempo de ingenuo, y que Putin le tiene tomada la medida. Pero no nos engañemos: nos la tiene tomada a todos. Alaska, pues, parece un fracaso, cuando menos en términos absolutos. Pero, con las correcciones estratégicas que haya que hacer, es el único camino que llevará a la paz. Habrá que hablar con Putin todo lo que sea necesario, y habrá concesiones dolorosas, por mucho que hagamos ver que no las aceptaremos. Dejémonos de tonterías: todos hemos permitido que el autarca ruso se paseara por Europa como si fueran sus dominios, empezando por Alemania que fue la primera que, para salvar el gas, calló ante sus abusos. La realpolitik devorará, nuevamente, las buenas intenciones, validando una vez y otra que la geopolítica real tiene muy poco que ver con el derecho internacional. En este punto, cargar contra Trump que, al fin y al cabo, es el único que intenta mover el mostrador, es un ejercicio de fariseísmo monumental. Sobre todo porque, puertas adentro, los líderes europeos están encantados de que nuevamente —y como siempre— sea Estados Unidos el que nos haga el trabajo sucio.