Conviene dejar de hacer lo imposible por aquellas personas que no hacen por ti ni siquiera lo posible. Es el tiempo de vida el mejor regalo que hacemos y que nos hacen. Menospreciarlo o envanecerlo no le hace ningún favor a la esfera del reloj, ni a la persona a quien dediquemos o negamos las horas y la vuelta invariable de las agujas. Es el tiempo de vida y la calidad que le inyectamos aquello que determina el valor de nuestros pasos por este mundo y la elección de hacer un mapa ajustado a nuestra ruta vital.

Somos granitos de arena dentro de un reloj que, cuando el pitorro se estrecha, empequeñecemos sueños, ajustamos recuerdos, matizamos fisonomías. El embudo exige reducir aspiraciones. Entonces, como por osmosis, se amontonan en la parte alta y ancha del cristal aquellos posos que preferimos hacer perdurar y que queremos que nos acompañen hasta el estrecho túnel final de fecha incierta. Garganta abajo, pues, dejamos caer frases abreviadas, diminutivos prescindibles, menudezas que serían grandezas. Y nos damos cuenta de que tampoco era tan grave dejar que el curso de la existencia pusiera a cada uno en su lugar y a cada cosa en su rincón.

Soltar lastre da sensación de levedad. Quizás por el vacío físico que nos deja, tal vez por la vacuidad emocional que nos quita. Y sin embargo no deja de ser un vacío más pesado que ligero porque, paradójicamente, quizás pesa más aquello que soltamos que lo que conservamos. Al fin y al cabo, aquellos retales de existencia que decidimos salvar ya contábamos que estarían. Son la confirmación de una certeza. En cambio, todo el peso que dejamos ir no siempre había pertenecido a la zona baja y prescindible del reloj: un desengaño adecuadamente liberado es más carga que una alegría esperadamente revalidada.

Severidad y ternura pueden ir de la mano como un oxímoron paseándose por el bosque. Son, no obstante, parte de un mismo grano de arena indivisible

Tampoco es imprescindible que haya —siempre— una relación directamente proporcional entre el tiempo que hace que conoces una persona y la estima y confianza que sientes hacia ella. Que unos buenos cimientos aseguran la estabilidad duradera de un edificio no significa que no se pueda ser feliz en una sencilla y acogedora cabaña de paja y barro. Faltaría ver si el lobo podría tumbarla con un simple soplo. Eso, sin embargo, sería otro cuento.

Severidad y ternura pueden ir de la mano como un oxímoron paseándose por el bosque. Son, no obstante, parte de un mismo grano de arena indivisible. O lo dejamos caer muy entero o lo salvamos, situándolo en la parte alta, y permitimos que nos acompañe hasta el final del baile. De nada serviría girar el reloj entero para invertir el sentido de las cosas o para alargar la duración de la danza y su sonido tenue, como un rumor de playa sibilante. A veces, volver a empezar es alentador y necesario. Otras, sin embargo, es hacer trampa. Preparar el mismo trampolín para la nueva caída de siempre.

Sea como quiera, el espacio liberado puede dejar paso o bien a desconocidos y saludables silencios o bien a inexpertas y resplandecientes vivencias. Cómo y de qué lo llenamos también nos define. Dejar entrar nueva luz por las ranuras es un acto de valentía, sobre todo si vienes de una insolación. Por la hendidura de la pared empiezan a entrar nuevos reflejos que acoges con discreción. Dulzuras que dejan de ser poso para situarse arriba del todo, como la espuma flotante del café con leche. Y decides darle una oportunidad al resquicio que crece. Y haces un trago. A veces, la vida se detiene, te llama por tu nombre y cuando te giras te la encuentras de cara y le reconoces la mirada sin haberla visto nunca antes. Lleva en los ojos toda la música del mundo y te detienes. Y te la escuchas.