El reformismo surgió como alternativa a la revolución. Las ideas fuerza del reformismo fueron apostar por el progreso social y la democracia. Si lo visualizamos históricamente, el reformismo marcó la revolución industrial y, más tarde, después de la gran crisis del primer tercio del siglo XX, la resurrección keynesiana de la economía. La revolución, en cambio, en todas partes ha comportado la ruina del progreso social y la imposición de la dictadura. No es una opinión, sencillamente es un hecho que se puede demostrar históricamente. Ahora bien, el reformismo empezó a declinar cuando, en la década de los 70 de la pasada centuria, el fundamentalismo liberal, el neoliberalismo, empezó a apelar a una supuesta reforma para defender el mercado incluso sacrificando la democracia. Esto también es históricamente demostrable y sería infantil negarlo. El neoliberalismo es el capitalismo en la fase del desastre, como denunció hace muchos años el canciller chileno Orlando Letelier, asesinado en Washington en 1976 por orden de Pinochet, en un artículo que hay que leer: “Los Chicago Boys en Chile”.

Por lo tanto, el reformismo no es nada si no se llena de contenido y retoma el espíritu fundacional para abrazar decididamente el progreso social, la expansión de la ilustración —y por lo tanto de la cultura—, y, por encima de todo, para defender contra viento y marea una democracia real y participativa, sin los simulacros que vende la izquierda “neocatecumenal” seducida por el populismo poscomunista. El reformismo, como las revoluciones, también necesita tener sus héroes. Defender una forma de organizar la sociedad y hacerlo mediante la negociación y el consenso no significa que no haya que ejercer la presión en la calle o incluso provocar alguna crisis de grandes proporciones. Sin ese estado de revuelta habría sido muy difícil que las primeras acciones reformistas, a menudo impulsadas por individuos heroicos que arriesgaban su libertad y a veces sus vidas, fructificaran. Eso fue así, por ejemplo, en la Gran Bretaña de las décadas de 1830 y 1840, cuando los primeros activistas sindicales y los pioneros del cartismo defendieron mejoras socioeconómicas y la democratización del parlamento, si bien sin contar con las mujeres.

El espíritu de revuelta también impregnó al movimiento sufragista que reclamaba el voto para las mujeres. Es muy conocido el caso de Christabel Pankhurst —hija de Emmeline Pankhurst, cofundadora del Women's Social and Political Union (WSPU)— y Annie de Kenney, que fueron detenidas el 13 de octubre de 1905 por haber increpado al ministro británico Edward Grey en un mitin del Partido Liberal con una pregunta cuya respuesta hoy en día todo el mundo sabe cuál es: “¿Es que la libertad de gobernar no pasa también por el derecho al voto de las mujeres?”. Christabel y Annie fueron golpeadas y arrestadas por desorden público y desacato a la autoridad. Finalmente fueron enchironadas y al reclamar la condición de prisioneras políticas convirtieron su encarcelamiento en un acto político de repercusión mundial, a pesar del intento del gobierno británico por presentarlas como terroristas. Este es un ejemplo, pero podríamos poner muchos más, como el de aquellos negros que constituyeron organizaciones ilegales en la Suráfrica del apartheid o el del cura Lluís Maria Xirinacs paseando durante horas y días ante la prisión Modelo de Barcelona para reclamar la amnistía de los presos políticos.

El reformismo es, también, resistencia a la arbitrariedad para defender los pequeños cambios que abren la puerta a los cambios radicales. Combatir la corrupción, por leve que esta sea y aunque esté encubierta por un trapicheo legal, es hoy la prueba del nueve para los que dicen creer en el reformismo al combatir el populismo. Los políticos y la administración no pueden actuar como ha actuado la iglesia católica con los clérigos pederastas. Cambiar de diócesis a un pederasta no erradica la pederastia de la iglesia, sólo la esconde y convierte en cómplice a todo el clero. Buscar justificaciones a la corrupción por miedo a matar el padre, debilita el reformismo de cualquier político aunque se muestre valiente en otros aspectos. El reformismo se confirma con la defensa intransigente —lo subrayo— de una estructura ética conformada de conductas adecuadas y muy interiorizadas que determinan que jamás se debe meter la mano donde no toca y que es inmoral aprovechar la propia posición —o la de tus familiares— para defender intereses particulares o para obtener todo tipo de prebendas. Cuando Jordi Pujol dijo al juez que lo interrogaba por el dinero que tenía escondido en Andorra que “no podía correr el riesgo político de regularizarlo”, el expresident destruyó su imagen reformista y dejó con el culo al aire a sus seguidores. Su condena es hoy el único reformismo posible.

Este lunes, 27 de febrero de 2017, Francesc Homs declarará como acusado ante el Tribunal Supremo y no precisamente por una irregularidad. Homs será juzgado, después de que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ya juzgara por los mismos hechos al expresident de la Generalitat, Artur Mas, a la exvicepresidenta Joana Ortega y la exconsellera Irene Rigau, por haber organizado el proceso participativo del 9-N. Será juzgado, por lo tanto, por la osadía de enfrentarse a los que no quieren que el mundo avance. Él, como los otros tres políticos, pertenece a la tradición reformista que defiende la libertad por encima de las tentaciones totalitarias de derecha o de izquierda, y representa, como los otros, el espíritu de revuelta que ha movilizado en los últimos diez años a algo más de la mitad de catalanes y catalanas por el derecho a decidir. El Estado los persigue por eso y aprovecha los pecados del “padre” —a quien tendrían que condenar a galeras de una vez por todas— para rebajar el impacto de un cambio histórico que desconcierta tanto a los “liberales” conservadores como a los “neocatecumenales” de izquierda.

A Inés Arrimadas y a Xavier Domènech, que argumentan exactamente lo mismo cuando el estado recurre a la guerra sucia y embadurna a todo el mundo sin ninguna prueba, les gustaría que los reformistas se envolvieran con la bandera para justificar lo injustificable. Pero eso se ha acabado. Los que reclaman la independencia también quieren que el nuevo Estado se deshaga de los corruptos, e incluso que los encarcele si hace falta, izando sin vergüenza la señera. El reformismo es en estos momentos la revuelta de los demócratas. De los pioneros de una nueva era. De aquellos que no mitifican ni los estados corruptos como Brasil, que durante años fue sede del Foro Social de Porto Alegre a pesar de la hipocresía de los gobernantes lulistas, ni el conservadurismo rancio del Tea Party norteamericano. El reformismo está en manos de los que propugnan la reapropiación a pequeña escala de las transformaciones sociales. En Cataluña, el reformismo dispone ahora de sus héroes, como es evidente, pero es urgente que la épica dé paso, también, a la transformación radical de las mentalidades y las formas de actuar, porque sólo así se podrá recuperar la confianza de la gente. El miedo al cambio favorecerá la retórica populista —en la versión trumpista, pablista o colauista del mismo fenómeno— de quienes siguen siendo, sin embargo, una reproducción desaliñada de la vieja política.