“Si no quieres caldo… dos tazas”, pues eso es lo que se ha acabado encontrando Europa (no solo la Unión Europea) en los últimos días procedente de Washington, más concretamente de la Casa Blanca

Venimos de unas semanas intensas a raíz del enésimo cambio de guion de Trump respecto a Ucrania cuando, a finales de la semana pasada, se publicó la nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos. Un documento importante, programático, donde nos encontramos que en la pequeña parte dedicada a Europa leemos —negro sobre blanco— toda una declaración de intenciones y varios proyectiles dirigidos a la línea de flotación del modelo democrático y social europeo. Un documento que describe una Europa que se encontraría ante el abismo de la “aniquilación civilizacional”, un documento oficial del gobierno de EE.UU., pero que se convierte también en un nuevo altavoz de las posturas de la extrema derecha, incluyendo la europea. Lo que vino seguido, unos días después, por las declaraciones del presidente Trump en el influyente portal Politico, insistiendo de nuevo en la misma dirección. Subrayando una supuesta Europa “en decadencia”, con liderazgos “débiles” y en la que “muchos de estos países dejarán de ser viables” en los próximos años.

A partir de aquí, pues, ya no puede haber ningún tipo de duda: Trump y el trumpismo tienen como uno de sus objetivos destruir Europa, o dicho de otra manera, destruir aquello que hace que Europa valga la pena. Intentan derribar el modelo europeo que se ha construido en estos últimos ochenta años —desde el fin de la Segunda Guerra Mundial— basado en la democracia, unos principios fundacionales humanísticos —con la centralidad, aunque sea retórica, de los derechos humanos—; acompañados de una importante dimensión social, un “estado del bienestar” que —con todas sus limitaciones e imperfecciones— sigue siendo un referente y, en cierto sentido, una excepción a escala global.

Y es que la apuesta para que los partidos de extrema derecha acaparen todavía más espacios de poder en Europa ya no es “solo” retórica de campaña electoral, o carnaza para centrifugar en las redes sociales en el mundo de la posverdad; es, directamente, una política ya no solo del partido de Trump, sino que también lo es oficialmente de la administración del que todavía es el país más poderoso del mundo. Y ante todo esto, ¿dónde está Europa? ¿Hacia dónde va Europa?

Europa, incluido el Reino Unido, debe reaccionar, por un lado, a la embestida que llega del Atlántico y, por otro, a la que llega por vía interna

Pues, lamentablemente, no queda claro. Más bien existe una sensación compartida de desasosiego y desconcierto. De un cierto "sálvese quien pueda", sumado a un miedo enfermizo —creo que incluso irresponsable— a la emancipación geoestratégica. Un temor que se extiende a una obsesión por no hacer ningún gesto, ningún movimiento, ningún comentario que pueda tan solo incomodar al cowboy inestable que ocupa el Despacho Oval. A esto se le suma la percepción de la incapacidad del liderazgo europeo, tanto el que hay en Bruselas como el de las respectivas capitales (empezando por París y Berlín, pero extensivo también a Londres y otras) para articular alternativas, o reaccionar a los ataques directos del que hasta hace poco era el principal socio en materia de seguridad, pero también en el ámbito económico, comercial y de inversiones. 

Un ejemplo que puede ser muy ilustrativo de este contexto actual es el relativo a la plataforma X, el antiguo Twitter. Todos recordaremos como los días, y semanas, posteriores a la elección de Trump, se dio una huida importante de esta plataforma tanto de personalidades como de instituciones —tanto públicas como privadas—. Todos consideraban que Twitter había dejado de ser un espacio público de información y de debate y se había convertido, de la mano de su nuevo propietario —y entonces principal aliado de Trump—, Elon Musk, en una extraordinaria maquinaria de manipulación que habría tenido un papel importante a la hora de hacer posible la nueva elección de Donald Trump. En pocos días, la principal plataforma —que en aquellos momentos parecía que podría hacer realmente sombra a Twitter—, Bluesky, llegó del anonimato a los prometedores 30 millones de usuarios, a pesar de estar lejos de los varios cientos de millones de su rival.

Pues bien, aquel era un momento ideal para una acción atrevida y tenaz por parte de Europa, y en especial de la UE. Ante la evidencia de la voluntad manipuladora de X (el canciller electo alemán, Friedrich Merz, fue testigo directo de cómo se había utilizado dicha plataforma para intentar impedir que ganara legítimamente las elecciones en su país), era el momento para que las instituciones europeas, o alguno de los principales líderes europeos —el propio Merz, o Macron, por ejemplo— hicieran el anuncio público de que, a partir de cierta fecha, todas las cuentas de Twitter vinculadas a las instituciones públicas de su país —miles, de hecho, decenas de miles de cuentas de Twitter— dejarían de estar activas (excepto para avisos de emergencia), pasando a tuitear en otras plataformas.

Una acción como esta —con un coste prácticamente nulo— sí que habría tenido efectos importantes, tanto de carácter simbólico como práctico, y habría mostrado una Europa con criterio, una Europa con iniciativa. Pero no se hizo nada, y de la urgencia hemos pasado a la emergencia. Por lo tanto, es necesario que Europa, también el Reino Unido, reaccione, por un lado, a la embestida que viene del Atlántico y, por otro, a la que viene por vía interna, en especial de aquellas capitales que ya están controladas por personas y partidos afines al actual inquilino de la Casa Blanca. Todo esto obviando las embestidas que vienen del Este, que no son sujeto central de este artículo.

Aún más, esto comporta hacer frente a los muchos —y diversos— retos que tiene planteados Europa en estos momentos, incluyendo también —pero no de manera exclusiva— el de la inmigración, con la necesidad más que evidente de cambiar el modelo actual. Pero lo que no se puede hacer, como algunos proponen —y entre estos, algunos incluso de buena fe—, es precisamente intentar salvar Europa sobre la base de traicionar sus valores fundacionales. Y todavía menos si esto lo hace asumiendo el marco mental y los postulados de quienes la quieren destruir.

Los debates de estos días en Estrasburgo, en el marco del Consejo de Europa, sobre eventuales cambios en la interpretación de la Convención europea de derechos humanos (una de las principales joyas a proteger resultante del mencionado modelo europeo), son una muestra preocupante de lo que quiere expresar este artículo. Como lo son también los movimientos que se dan en Bruselas para dar carta de naturaleza a algunas de las medidas más draconianas de la política migratoria de Meloni, como son los centros de deportación de migrantes en Albania, y que otros países quieren extender incluso a Ruanda, por ejemplo.

No se hace Europa con una agenda regresiva en materia de derechos humanos. Se hace Europa con más Europa, con los valores que la han hecho grande y le han dado su razón de ser.