Me preocupa y mucho la deriva que nuestra sociedad ha emprendido contra las matemáticas clásicas; es decir, me tiene bien azorada la ligereza con la que sumamos, o sencillamente contamos, en la actualidad. Ciertamente es de avanzados hablar de números borrosos —en el departamento en que yo trabajo en la Universidad de Girona hay matemáticos que lo hacen—, pero la aplicación en política que dos más dos no necesariamente hacen cuatro pide abrir toda otra línea de investigación y análisis.

No sé de dónde sale esta idea que el nuevo Govern es el Govern del 80%, no ya porque no sé cómo se constata esta cifra, sino porque evidentemente los números no cuadran por ningún sitio; y todo eso sin necesidad de hacer cálculos complicados, únicamente como resultado de una suma bien básica de las que se aprendían, en mi época, en primero.

No es ni mucho menos este el primer ejemplo o el más escandaloso, pero sí un buen ejemplo, de cómo no causa ningún tipo de vergüenza inventarse las mayorías a uso y conveniencia propia. La cifra chirría, pero hace constatar todavía más como de lejano de la realidad es el relato resultado de las construcciones políticas y los peligros que eso añade a los hechos que tienen que ocurrir y las decisiones que se tienen que tomar.

Que los partidos y también los gobiernos no necesitan cumplir su palabra es ya viejo, pero es imperdonable que como ciudadanos y ciudadanas de una sociedad democrática lo normalicemos y nos acostumbremos al hecho de que esta sea la norma

En política siempre he oído decir que hace falta un gobierno fuerte y eso tiene significados diversos; a veces y desde la óptica de los que son protagonistas, solo hace falta que sea lo bastante fuerte para resistir hasta el final de la legislatura. Desde mi perspectiva, a un gobierno lo hace fuerte o débil, ante la ciudadanía, su legitimidad. Legitimidad avalada por unas elecciones democráticas, evidentemente, pero también para poner el rumbo y focalizarse en la consecución de los objetivos políticos explicitados en el programa que se somete al voto del electorado.

Ciertamente a veces los objetivos se hacen escurridizos, pero lo que no se justifica de ninguna de las maneras es cambiarlos o pervertirlos. Nunca me habría pensado que yo recuperaría un eslogan como este, "hechos y no palabras" —y todavía menos de manera reiterada—; pero ante los acontecimientos que se suceden es más necesario que nunca volver a las cosas más básicas, más sencillas, tal como decía respecto de las matemáticas al empezar este artículo.

Que los partidos y también los gobiernos no necesitan cumplir su palabra —es decir, su programa o las promesas electorales o los objetivos establecidos en el discurso de inicio de un mandato de gobierno—, es ya viejo, por mucho que cada vez sea más evidente; pero lo que es imperdonable es que como ciudadanos y ciudadanas de una sociedad democrática lo normalicemos y nos acostumbremos al hecho de que esta sea la norma. Hasta llegar al punto —independientemente de a quién se haya votado—, de reprobar aquellas fuerzas políticas —o las y los políticos en concreto—, que mantienen la coherencia, aunque eso signifique dejar el cargo.