Nos hemos instalado los últimos años en la cultura del "o todo o nada", del" no retreat, no surrender", del "no pasarán". No digo que no tengamos un poco de razón, de aquella razón forjada con una cantidad ingente de negativas. Incluso hemos aprendido a pactar a la manera ignaciana de "que se note el efecto, sin que se note la causa". A veces parece que solo hace política aquel que sabe acumular derrotas honorables y resistencias halagadoras. Y lo más relevante de todo: vivimos inmersos en una cultura política que parece que ha premiado más la negativa a pactar que las ventajas conseguidas de los pactos.
Pero la paradoja de todas las paradojas es que los reyes del no pactar son los que tradicionalmente habían pactado más y mejor. Por eso nadie sale del asombro cuando dicen que parece que pactar ahora es lo que hay que hacer. Lejos de hacerles un reproche a aquellos que han reencontrado el sentido al pacto, los tenemos que animar. Los que creemos, y somos muchísimos, aunque no nos lo queramos confesar, que en democracia solo funcionan los pactos, tenemos que saludar el nuevo paradigma pactista. Lo digo con toda sinceridad. Bienvenidos a la nueva era del pacto, si es que finalmente se instala de nuevo en nuestro imaginario como una cosa buena.
Hacer política es tener la necesidad de llegar a acuerdos, a consensos que regulen derechos y deberes de unos y otros, y sobre todo que permitan seguir jugando muchas más partidas
El pacto de verdad obliga. Hay que tenerlo muy presente. Me excusaréis el latinismo: "pacta sunt servanda". Pero la primera regla del pacto es que el apretón de manos obliga a las partes. Los pactos ponen de relieve las fuerzas de cada bando y también los límites de esta fuerza. Por ejemplo, estos días, el independentismo catalán tiene una buena mano, tan buena como que está en juego el gobierno del Estado. Pero esta mano tiene fecha de caducidad y puede tardar mucho tiempo en volver a darse. Todos los que han jugado alguna vez a póquer, saben que la escalera real no sale dos veces seguidas. Astucias y gamberradas de unos y otros tienen que ser dejadas de lado para construir las bases de futuros acuerdos a partir de confianzas en temas factibles, sólidos y que permitan, cuando menos, alejar recelos. Algunos hace años que lo defienden, y se los acusa de traidores. Otros, hacen "de su capa un sayo" y crean una nueva realidad, bienvenida sea, en la que ahora sí que sabremos qué quiere decir pactar. Hacer política es tener la necesidad de llegar a acuerdos, a consensos que regulen derechos y deberes de unos y otros y, sobre todo, que permitan seguir jugando muchas más partidas. Un pacto, por extraño que parezca, no es un punto final, sino un inicio. Todos los contratos tienen obligatoriamente fecha de finalización y nos fuerzan a volver a negociar. Por lo tanto, retornar a la era del pacto simplemente hace que todo se vuelva a la hora más complejo, pero más posible.
Mi abogada siempre dice que es mejor un mal acuerdo que un buen juicio. Dios sabe que los empresarios del siglo XXI necesitamos a los abogados para casi cada actuación, porque estamos en permanente negociación con todo y con todo el mundo: clientes, proveedores, colaboradores, temas de medio ambiente, temas laborales, temas fiscales. Pero los pactos más difíciles son, sin duda, los pactos entre socios. Determinar mayorías de control obliga a redactar cláusulas de defensa de las minorías, y cláusulas de rescisión, y muchas otras formulaciones que regulan lo que denominamos "gobernanza". Como empresario, admiro y respeto el esfuerzo que están haciendo ahora nuestros políticos por pactar a cinco o seis bandas, ni más ni menos que el gobierno del Estado. No me imagino la dificultad práctica de la situación. Pero los empresarios también sabemos que los más difíciles de todos los pactos societarios son los que se hacen entre hermanos. Y si son entre primos, pues la cosa se complica todavía más. Cuándo interviene la familia en los negocios, el factor irracional, emocional, y la historia de cada relación personal se convierte en factor determinante. En política pasa el mismo. Cuan más hermanos son los partidos, más irracionales son las negociaciones. No tengo ninguna duda que este ha sido uno de los factores clave en Catalunya en estos últimos años. Ahora, también es cierto, que cuando las empresas familiares funcionan, tienen mucho a ganar.
Pero volvamos al argumento inicial: la necesidad de pactar. Los empresarios siempre negociamos, siempre pactamos. Siempre. No podemos vivir del relato. Porque al final hace falta actuar, y hacerlo con determinación y prudencia, porque todo el mundo tiene memoria. Por eso los pactos son la mejor herramienta de cualquier política empresarial que quiera ser sostenible en el tiempo. Dejadme acabar con este concepto de "pacto sostenible", que aunque sea pedante, es útil. Bienvenidos y queridos sean los pactos, y huyamos, por favor, de las jugadas maestras.