A veces los países no son conscientes de cómo los fantasmas del pasado les impiden avanzar. La historia es una gran fuente de sabiduría pero también puede servir para construir una jaula de oro o una prisión. El objetivo de la historia es aprender a vivir cerca de la verdad, pero en los momentos de decadencia o de derrota la historia suele quedar en manos de intelectuales comprados o de extranjeros que barren hacia casa con discursos falsos o humanitaristas. 

El infantilismo catalán no se explica sin el peso que las derrotas del pasado han tenido en el imaginario colectivo y en el discurso político. A los españoles les pasa con Catalunya lo que a los americanos les pasó con Japón. No puedes reclamar fidelidad y consistencia a un país si al mismo tiempo te dedicas a ocuparlo y a humillarlo. Los americanos impusieron a Japón un régimen democrático que criminalizaba a su ejército. Después, se encontraron solos combatiendo el comunismo y desangrándose en la guerra de Corea y de Vietnam.

Este septiembre, decenas de miles de japoneses se manifestaron contra las políticas militaristas de Shinzo Abe. El subconsciente de muchos japoneses todavía relaciona la idea de tener un ejército con el trauma de la bomba atómica y el proceso de occidentalización que destruyó a los samuráis. Durante años, la sociedad japonesa se ha limitado a trabajar, a endeudarse y a fabricar jóvenes friquis. El estancamiento económico y la emergencia de China, sin embargo, ha llevado a muchos políticos a creer que el país necesita un ejército para acabar de superar la II Guerra Mundial y recuperar el control de su destino.

En Catalunya estamos en un proceso parecido. La policía y el ejército están mal vistos porque no han defendido nunca la democracia catalana y la gente los relaciona con la represión. Cuando García Albiol reprocha a la CUP los carteles que reparte contra los Mossos, no quiere resolver el problema sino que quiere cronificarlo hurgando en las heridas del pasado. A su manera, la CUP es el partido que expresa mejor el malestar de los catalanes con el orden español. Por eso se encuentra en el corazón de la tormenta como se encontró Junqueras cuando quería organizar una huelga para forzar al Estado a negociar el 9-N.

Si se quiere resolver el problema de la autoridad en Catalunya lo que hay que hacer es restablecer la democracia en el país. Hasta que los Mossos no sirvan para garantizar un referéndum y un orden catalán, tendrán que vivir entre dos fuegos. El Estado sospechará de ellos y los utilizará para ganar poder en Catalunya, mientras que muchos ciudadanos podrán ver sólo un cuerpo represivo y les harán pagar carísimo cada error. Es significativo que muchos de los supuestos independentistas que daban por hecho que los Mossos retirarían las urnas el 9-N sean los que ahora exigen orden y respeto a las fuerzas de seguridad. 

Desparecidas las condiciones que justificaban la cultura eufemística del catalanismo, los viejos problemas derivados de las derrotas con España vuelven a emerger con fuerza. A medida que la independencia deje de ser un negocio electoral, se verá si Catalunya tiene fuerza para superar su historia o si el provincianismo ha calado tan hondo que otra vez la vuelve a repetir. Mientras tanto, para ir ablandándonos y ganar tiempo, los españoles tratan de forzar viejas metáforas para intentar dar aire a los fantasmas del imaginario catalán que nos han mantenido durante tantos años en un estado vegetativo disfrazado de libertad.