A veces la vida política del país se manifiesta en el estado de ánimo de quienes forman parte de ella. Y a veces este estado de ánimo se despliega en conversaciones informales, en espacios distendidos donde cada uno expone sus preocupaciones personales y se da cuenta de que son inquietudes compartidas, de que hay una colectividad atravesada por las mismas circunstancias. Mi generación —lo he escrito muchas veces— vive a diario la imposibilidad de adquirir vivienda en propiedad y la esclavitud de pagar alquiler, trabaja ocho horas, pero hace equilibrios para subsistir con sueldos que no dejan margen de ahorro, sabe que esto pospone la posibilidad de formar una familia o la posibilidad de imaginar un futuro más o menos libremente, desconfía de una administración pública que siente que no está a su servicio a pesar de que la subvenciona y, además, tiene que aguantar que se diga de ella que es la “generación de cristal”, que no tiene cultura del esfuerzo, que las cosas siempre han sido difíciles, que se les ha criado entre algodones, y ahora no saben gestionar la frustración del fracaso. 

El chivo expiatorio de moda es la inmigración: señalarla es la respuesta fácil que hace de solución mágica a todos los problemas. Pero para quien está lo suficientemente politizado como para resistir la tentación xenófoba, el chivo expiatorio, aunque anunciado con la boca pequeña, es la gente mayor. Porque ellos pudieron pagarse una vivienda —o dos, o tres— en propiedad sin tener que esperar a recibir ninguna herencia. Porque son quienes nos cobran el alquiler. Porque las pensiones suben y los sueldos no lo hacen. Porque sienten que la administración les tiene más en cuenta a la hora de repartir pasta y favorecerles. Porque, el día que tienen una urgencia médica, la sala de espera está llena de jubilados. Porque el mundo que los jóvenes de hoy tienen en contra lo alimentaron las generaciones que estos jóvenes tienen por encima. Porque todo esto va acompañado de un discurso culpabilizador y condescendiente, ideado para sacudirse esa responsabilidad de encima: “el mundo es como es, y el problema es de quienes hoy no saben lidiar con él como lo hicimos nosotros cuando nos tocó”. 

Igual que el inmigrante, el abuelo es el recurso rápido para desobstruir, aunque sea un poco, la válvula de la olla y poder liberar la rabia

De esta olla a presión rebosante a base de inputs sutiles, sale una guerra generacional silenciosa, pero sobre todo sale una gerontofobia que tiene las puertas abiertas para poder ser explícita. Igual que el inmigrante, el abuelo es el recurso rápido para desobstruir, aunque sea un poco, la válvula de la olla y poder liberar la rabia que produce la imposibilidad de transformar el presente. La edad deja de ser un factor de vulnerabilidad para quienes se sienten —sobre todo, económicamente— más vulnerables que quienes un día fueron jóvenes como ellos, porque sienten que los escollos de hoy no son reconocidos por quienes no los han vivido. Y entonces, unas circunstancias complejas encuentran una solución al alcance. Es una solución que, además, no polariza políticamente. O que no acarrea una incompatibilidad evidente con defender ciertas cosas y poder señalar de vez en cuando a los viejos, como sí lo hace evidente señalar de vez en cuando a los inmigrantes. 

La gerontofobia latente cambia la mirada de aquellos que le dejan ganar espacio. Lo hace en términos políticos, porque favorece la premisa de que los derechos son matemáticas, y que recortarlos a según quién permite entregárselos a alguien más. Pero lo hace, sobre todo, en términos vitales: su falta de prisa en la cola del supermercado —o transitando las aceras de la calle, o explicándose, o reaccionando a ciertos inputs, o entendiendo qué les dice el oficinista del banco—, su incapacidad de apagar o silenciar el teléfono en determinados espacios o momentos, su falta de comprensión del mundo de hoy o su déficit de productividad, les hace perder la prerrogativa de ser respetados como ciudadanos de pleno derecho, pero, sobre todo, como humanos que solo han hecho lo que hacen los humanos: vivir. Usar a la gente mayor de chivo expiatorio exime a la política de responsabilidades y alimenta la idea de que el trato que creemos que la gente mayor merece en lo más personal es peor del que es. O que es un privilegio que les concedemos desde nuestra superioridad moral de gente a quien las neuronas todavía le funcionan y que, llegado a según qué punto, podemos dejar de conceder.