En una entrevista interesantísima de Josep Casulleras Nualart a August Gil Matamala, el veterano abogado y activista catalán afirmaba contundentemente: “Un defecto del independentismo es su victimismo histórico”. ¡Cuánta, cuánta razón! La edad libera a las personas sabias. Y Gil Matamala lo es. El victimismo es la enfermedad infantil del catalanismo, tanto como el izquierdismo lo era del comunismo en los años posteriores a la Revolución Rusa. Así lo afirmaba Lenin en un texto publicado hace algo más de un siglo. Antes de fichar por Esquerra, el posconvergente Francesc-Marc Álvaro declaraba que la enfermedad infantil del independentismo no era el victimismo, sino el procesismo. No lo creo, precisamente porque el procesismo, si es que realmente existe, se parece más a la crítica que Lenin hacía a algunos partidos comunistas occidentales, especialmente el alemán y el neerlandés, que se negaban a actuar dentro de los sindicatos mayoritarios, a los que consideraban “reaccionarios”, y también se negaban a participar en las elecciones “burguesas”. El procesismo es precisamente todo esto: es un modus vivendi dentro de un sistema hostil y no una apelación a la pureza independentista. Gil Matamala, que no me cabe duda de que ha leído a Lenin, estoy seguro de que coincidiría conmigo.

El victimismo es la actitud de quien siempre ve el vaso medio vacío y alimenta su razón política con un comportamiento que no sabe —y a menudo no quiere— asumir ninguna responsabilidad y, todavía menos, el riesgo de tenerse que adaptar a las transformaciones de la realidad. Cuando alguien es incapaz de comprender que la política es una acción humana que cambia a gran velocidad, se ríe de quien lo defiende y se decanta por la propaganda. La lógica debería facilitar que entendiéramos que quienes quieren incidir en la política tiene que tomar decisiones, a veces arriesgadas y desagradables, por ejemplo, sobre inmigración, evitando refugiarse en el victimismo y la nebulosa retórica. La política, como todos los actos humanos, provoca situaciones ambiguas a las que uno debe saber enfrentarse sin creer que se es siempre la víctima ni revistiendo con palabras gruesas y negativas su frustración. Los políticos enfermos de infantilismo son aquellos que, para justificarse, solo saben ver el “mal” en los demás. No saben ganar y creen que todo el mundo se equivoca menos ellos. No asumen ninguna responsabilidad y buscan incesantemente el reconocimiento de los acólitos para justificar la victimización, hasta el punto de trabar una extraña coincidencia con lo victimario. Por suerte, los políticos son falibles y pueden equivocarse. Incluso fallar estrepitosamente. El ejercicio de la democracia acaba poniendo a todo el mundo en su sitio. Hay una constante demoscópica que es fácil probar: todos los partidos independentistas que se han presentado como los más puros y los más fieles a la causa, electoralmente, no han superado el listón de los cinco diputados. O sea, que son una “gran” minoría. Los promotores están contentos, a pesar de los efectos negativos de su decisión para el conjunto del movimiento.

El victimismo solo cotiza en momentos de frustración, en la hora valle de la política, y generalmente se canaliza con un aumento de la abstención. Les pondré un ejemplo, digamos, extrapolítico para que me entiendan. En las elecciones que se acaban de celebrar para elegir el nuevo rector de mi universidad, la de Barcelona, tenían derecho de voto 54.877 personas. Solo lo ejercieron (a pesar de que era telemático y, por lo tanto, se podía hacer desde el móvil yendo en autobús) 6.904 electores, que corresponden al 12,58 % del total del censo, 673 de los cuales votaron en blanco. Los estudiantes son el colectivo que menos ha votado, aunque siempre sea el que se manifiesta por todo. Tan críticos como son en general los universitarios, resulta que se desentienden de la elección de “su” rector, a quien después criticarán a todo gas y se sentirán “víctimas” de sus acciones. Es otro ejemplo de victimismo, sin que con ello yo quiera blanquear los errores y las promesas incumplidas del rector reelegido o la depauperación de la Universidad de Barcelona, de la que también son responsables las autoridades académicas. Cambien el ejemplo y focalícense en la política directamente, y el resultado será el mismo.

El mal arranca del hecho de sustituir la acción política, fría y racional, por el recurso fácil de engordar sentimientos y emociones.

En la entrevista, Gil Matamala decía muchas más cosas, como por ejemplo que, en su opinión, la ley de amnistía es una victoria del independentismo porque, una vez valorados los pros y los contras, la interpretación es positiva: “he defendido siempre la movilización a favor de la amnistía porque tiene un componente muy fuerte de legitimación. Y me ratifico en ello”. De legitimación, ni más ni menos, que del referéndum y de todo el proceso que condujo a su realización. Eso sí que es saber ganar. El 1-O fue una de las grandes victorias de la democracia catalana contemporánea. Que el 10 y el 27 de octubre se suspendiera la proclamación de la independencia, no niega en absoluto que la organización del referéndum y la contundente defensa popular de las urnas, juntamente con el censo universal que posibilitó sortear la represión aquí o allí, se recogerá en los libros de historia del futuro. En realidad, si Cataluña se hubiera independizado, habríamos tenido que cambiar la fecha de la fiesta nacional para pasar de conmemorar una derrota, la del Once de Septiembre de 1714, a la celebración de una victoria, la del Primero de Octubre de 2017. Todavía estamos a tiempo de hacerlo. Los lamentos de los catalanes no son infundados, pero el victimismo crónico se nos ha enganchado en la piel y no sabemos ver qué hay de positivo en algunas acciones que nos benefician como sociedad.

Después de que el gobierno español renunciara a llevar a la Comisión de Asuntos Generales de la UE la cuestión de la oficialidad del catalán en Europa, se ha reproducido por enésima vez una reacción victimista. Para investir a Francina Armengol presidenta del Congreso de los Diputados, Junts exigió el reconocimiento del catalán, el euskera y el gallego como lenguas oficiales de la Unión Europea, permitir el uso del catalán en el congreso español y una tercera condición, desdoblada con la creación de dos comisiones de investigación: una sobre los atentados del 17-A y otra sobre las cloacas del estado y el espionaje con Pegasus. Menos la primera de las condiciones, que no dependía, ni que entonces lo juraran, de la voluntad de ninguno de los dos partidos, las otras condiciones se han cobrado por adelantado, por formularlo, simple y llanamente, como planteó la negociación el presidente Puigdemont. Entonces, si de cuatro condiciones, solo falla una, por importante que sea, ¿por qué tenemos que caer en este pesimismo que alimentan los que aspiran a obtener un rédito político y electoral? Diré algo más. ¿Quién engaña más, el que se propone un objetivo y no lo logra del todo, o quien atizando el victimismo catastrofista pretende deprimir el electorado para convencerlo de que le voten? El mal arranca del hecho de sustituir la acción política, fría y racional, por el recurso fácil de engordar sentimientos y emociones.

Puesto que el victimismo impregna al conjunto del independentismo, hay quien es incapaz de festejar las victorias como es debido. No entiendo, por ejemplo, por qué el independentismo cívico (Òmnium, ANC, Consejo de la República y AMI) no ha organizado un gran acto para congratularse de las victorias parciales, como la del catalán en las Cortes y la tramitación de la ley de amnistía. Si este acto no era posible organizarlo conjuntamente, por lo menos debería haberlo impulsado Junts, que tiene muchas cosas de que alegrarse, por encima de las peleas entre tendencias internas y de que algún tenor, miembro de la dirección, desafine con declaraciones contrarias a la política del partido. Es una pena que Esquerra y Junts no puedan llegar a acuerdos para negociar con el PSOE, pero, reconozcámoslo, hacerlo por separado ha permitido conseguir más cosas que cuando supuestamente se actuaba unitariamente. Hay quien considera que actuar así de ventaja al PSOE, pero, visto el resultado, me parece que es al revés. Quien primero probó la medicina fue el ministro Félix Bolaños cuando quiso engañar a Junts adelantando el pacto con ERC. Al PSOE esa precipitación le costó tener que incluir en la declaración del pacto posterior con Junts la mención al lawfare y la asunción de que el conflicto de Cataluña con España era de carácter político y que tenía su origen en las consecuencias de la Nueva Planta de 1714.

Es posible ningunear la importancia de todos estos hechos y caer en el pesimismo que se nutre del miedo que tienen algunos políticos —o los que aspiran a serlo— de salirse de su zona de confort que consiste en recurrir siempre al agravio y pocas veces ofrecer propuestas en positivo. La historiografía ha establecido que el catalanismo político nació en 1885 con la presentación al rey Alfonso XII de la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña. Este era un documento en defensa del comercio catalán ante las maniobras de la Gran Bretaña y, también, del derecho civil catalán para evitar su desaparición, subsumido en el Código Civil español. Dos reivindicaciones legítimas, presentadas al rey en virtud del derecho de petición contemplado en la constitución de 1876, apelando, por lo tanto, a su arbitraje por encima del gobierno de turno. Esta memoria es un documento político de primer orden que la historiografía romántica catalana transformó en el que no era: en un memorial de agravios, que es el nombre con el que popularmente es conocido. Lo equiparó, erróneamente, a las memorias que los miembros de las Cortes medievales catalanas elevaban al rey en las que denunciaban los abusos judiciales y extrajudiciales cometidos por el monarca y sus empleados contra alguna persona en Cataluña, así como en el orden político, el administrativo y en el civil privado. El romanticismo nacionalista no ayudó nada, porque con él se inició la tendencia a caer en el victimismo que todavía hoy perdura. Saber ganar es mucho mejor que quejarse.