Quitarse la vida (o pedir al Estado que facilite la propia muerte) es la sentencia más severa, dura e implacable que puede dictar un ser humano contra sí mismo. No hay mayor valor ético que la propia vida, y la sociedad occidental ha hilado muy fino en dotar de mayor contenido esta frase precedente, recordando que la vida no es un concepto meramente biológico, sino relativo a la felicidad, la ausencia de dolor y etcétera. Ante un caso médico que certifique una vida no soportable a nivel psicológico o de dolor físico, no puede haber ningún valor moral más urgente que el derecho del ser humano en cuestión a sentenciarse. Tanto da si este individuo está pendiente de un juicio penal, si ha protagonizado hurtos, asesinatos, matanzas o incluso el mismo Holocausto: la sociedad se hace ética primando su derecho a una vida digna y, por lo tanto, a una muerte asistida que lo libere del sufrimiento.

La mejor forma de ayudar a las víctimas del pistolero de Tarragona (que habían pedido aplicar la eutanasia posteriormente al juicio del malhechor) no es solo repetir los mismos dicursitos horteras sobre cómo empatizamos con su dolor, sino decirles que se equivocan. La ley de la eutanasia hace muy bien no incluyendo ningún requisito de estado penal para dar la muerte a una persona que sufre, justamente porque, insisto, prima el concepto de una vida vivible como el valor moral más alto. El caso del pistolero de Tarragona no provocará, como han dicho algunos tarambanas, que de ahora en adelante los criminales pidan palmarla después de cometer un crimen (la sentencia de muerte asistida requiere del beneplácito de médicos y psicólogos), ni tampoco implica conmutar ninguna sentencia mediante una exculpación del criminal (por el simple hecho de que, una vez muerto, ya no es responsable de ningún acto).

Nuestro valor moral más alto siempre tiene que ser una vida vivible, si hace falta garantizándola con una muerte digna

Estamos en un mundo que confunde justicia con venganza; mantener viva a una persona que sufre o pedir que un criminal reciba eutanasia una vez cumplida la condena solo supura sed de venganza y una crueldad que no tiene nada de moral. El Estado se vuelve mejor aplicando una justicia compasiva, si hace falta ayudando a las personas que han atentado contra la ley. Una comunidad demuestra carácter moral justamente cuando otorga un derecho a una persona que ha atentado contra un valor comunitario tan elevado como el respeto a la vida ajena. Se puede pensar que el pistolero de Tarragona se aferra injustamente a pedir una muerte digna cuando él mismo no respetó la vida de sus compañeros asesinados al propinarles heridas mortales de bala. El argumento es el contrario; el Estado demuestra amar la vida vivible (o la muerte digna) justamente cuando la garantiza a alguien que no la ha respetado.

Las víctimas del pistolero Marin Eugene Sabau merecen todo el respeto. El dolor físico insoportable del pistolero Marin Eugene Sabau también. Estos respetos no son intercambiables, porque los valores morales no son nociones que se intercambien como el rebaño o las hortalizas. Sus vidas, desdichadamente, tampoco podrán intercambiarse, porque los hombres no somos dioses. Justamente por este motivo, nuestro valor moral más alto siempre tiene que ser una vida vivible, si hace falta garantizándola con una muerte digna. Ya lo veis, tarde o temprano siempre acabas necesitando a un filósofo.