De vez en cuando, entre el listón bajísimo de la politiquita nacional y la crudeza del genocidio globalizado, la civilización nos regala buenas noticias. Ayer, de manera simultánea, sabíamos que el antiguo primer ministro neerlandés Dries van Agt y su costilla (dos ancianos de 93 años) habían decidido programarse la eutanasia y morir juntos el mismo día, después de setenta años de matrimonio. A su vez, conocíamos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha avalado la prohibición del sacrificio de animales que practica el ritual halal y kosher. Hay que celebrar con gran jolgorio que la racionalidad humana se imponga a los preceptos divinos (o, mejor dicho, a la interpretación más estulta que los bípedos hacen de la imposición religiosa) y que, en este caso, dos adultos puedan despedirse del mundo cuando lo consideren oportuno y que los rituales en los que se ejecuta de manera cruel a un bicho empiecen a ser rémora del pasado.

Esto que hacen en los Países Bajos, donde hay cerca de 9.000 eutanasias por año, es una costumbre que tendríamos que hacer viajar a Catalunya. No hay forma más cruel de tortura que imponer la vida a una persona que, por sesgada que sea su elección, ya cree tenerlo todo hecho en este mundo. Esto es especialmente apropiado en el caso de nuestros ancianos, a los que alargamos la existencia de una forma repulsivamente dolosa. Es evidente que esta tiene que ser una decisión fundamentada y persistente en el anhelo, que tiene que recurrir a la asesoría de especialistas en salud mental y blablablá. Pero abandonar la vida mediante la decisión autónoma de quien quiere escribir su propio punto y final, mediante la rúbrica de una fantástica pastillita, merece un gran respeto. Decidir cuándo cierras la sinfonía que has ido escribiendo durante décadas no es una cuestión de egoísmo: al contrario, requiere una grandísima valentía.

La elección de la propia muerte es una victoria del libre albedrío que deja la omnipotencia del cielo en bragas, como también recordar a quienquiera que en Occidente nos complace apuñalar a los animalillos con el cuchillo cuando ya están guisados

Las sociedades más avanzadas son aquellas que determinan sus propios rituales y, en este sentido, no hay cosa más bella que una pareja de ancianos despidiéndose de la existencia cogidos de la mano y rodeados de su tribu más íntima. Servidor habría escogido una cosa mucho más sencilla, a la catalana manera, y habría tenido suficiente con la compañía del Adagio de la Gran Partita de Mozart, de una enfermera autóctona que me recitara algún párrafo aleatorio de los Maestros antiguos de Thomas Bernhard y, ale, a tomar por saco. Desgraciadamente, la mayoría de países del mundo nos niegan la posibilidad de salpimentar de estética nuestra muerte y, de una forma absolutamente cínica, esperan que nos vayamos pudriendo inexorablemente hasta el momento en que, rebosantes hasta el culo de morfina, los médicos acaban disimulando un procedimiento casi idéntico al de la eutanasia. Al final, todo se reduce a la química.

Por el mismo y exacto motivo, hay que celebrar la decisión de las togas europeas según la cual, antes de matar a una bestia, se tendría que tener la delicadeza de aturdirla. Esta noticia creará cortocircuitos importantes en Catalunya, un lugar donde la progresía —ya lo veréis— acabará justificando el destripamiento de un pobre corderito escudándolo en la libertad religiosa. Es la misma libertad que se suele utilizar para normas tan curiosas, y tan poco ilustradas, como ahora entender que las mujeres tengan que taparse la cabellera mientras sus maridos pueden vestirse como les salga de las narices. La libertad de culto es un elemento sagrado de Occidente, faltaría más; pero no hay que confundirla con una aporía inexistente que se denomina "libertad religiosa", y escribo la palabra "inexistente" porque las agresiones estéticas a las mujeres o la consuetud de cortar cabezas a gallinas vivas son actos de simple y pura barbarie.

El lector podrá decir, con toda la razón del mundo, que nuestras instituciones se muestran mucho más gallardas con el islamismo o el judaísmo que con la religión cristiana. Sí y recontrasí, pero este hecho innegable no nos exime de reafirmarnos en nuestro ateísmo militante. La única utilidad impuesta por las tradiciones religiosas ha sido la de excitar la creatividad y la razón de la humanidad para sobreponerse al poder omnívoro de los Dioses (lo escribo en mayúscula, faltaría más, porque como buen ateo reivindico orgullosamente mi formación cristiana; ¡una cosa es no creer en el Altísimo y la otra es no saber identificar los estigmas y el hábito marronáceo de un San Francisco!). En este sentido, la elección de la propia muerte es una victoria del libre albedrío que deja la omnipotencia del cielo en bragas, como también recordar a quienquiera que en Occidente nos complace apuñalar a los animalillos con el cuchillo cuando ya están guisados.

Morir cuando quieres, no matar animalillos. Un día, en resumen, de buenas noticias. Desgraciadamente, no hay muchas, porque aquí siempre se acaban imponiendo los dioses o, todavía peor, los machos que se creen sus únicos portavoces.