Una de las mujeres enterradas en el Vaticano es la doctora Hermine Speier, una arqueóloga judía alemana que en los años 30 encontró refugio en Roma ante las leyes raciales de los nazis. Está sepultada bajo tierra en el cementerio teutónico, un curioso lugar que se mueve entre Italia y el Vaticano, justo en la frontera. De hecho, para visitarlo tienes que entrar en territorio vaticano. "La vida es amor", se lee en alemán sobre la tumba. Una frase muy romántica en un lugar muy clerical. El cementerio, donde hay sobre todo alemanes y flamencos, es muy pequeño y pasa inadvertido. Su nombre es Friedhof der Deutschen und der Flamen. Hermine Speier, la primera mujer que trabajó en los Museos Vaticanos, dejó un legado profesional impresionante, ordenando, clasificando y protegiendo obras de arte que estaban sin catalogar. Se convirtió al catolicismo al cabo de unos años de trabajar en los museos de la Ciudad Eterna. Situémonos en la época. Años 30, Roma. Una mujer, que no es monja, entrando cada mañana a trabajar en el Vaticano. Saludando en alemán a los guardas suizos, que debieron pensar que iba a la cocina o hacer trabajos domésticos. Tuvo la suerte de ser competente y tener alianzas al más alto nivel. La doctora Hermine es una mujer fascinante y los escritores faltos de inspiración o los directores de cine con ganas de dar visibilidad a grandes vidas ya tardan en descubrirla.

Nacida en 1898 en Alemania, muere en 1989 en Suiza después de haber vivido en Roma. Era arqueóloga, brillante y tenaz y tuvo la suerte de ser contratada por el Vaticano. Su especialidad era la fotografía arqueológica. Cuando la echaron del trabajo que tenía en Roma con un instituto arqueológico, tuvo el apoyo de monseñor Montini, que acabaría siendo el Papa Pablo VI. También el cardenal Pacelli la protegió. A Speier debemos un descubrimiento monumental: encontró la cabeza de uno de los caballos que ornaban el Partenón de Atenas. Hermine Speier había nacido en una familia judía, estudió en la Universidad de Frankfurt, en la de Giessen y en Heidelberg. La carrera profesional la lleva a trabajar en el Instituto Arqueológica Alemán de Roma, una prestigiosa entidad que cuando Hitler sube al poder se deshace de todos los colaboradores judíos. Era su caso. Gracias a un contacto (Bartolomeo Nogara), consigue un trabajo precario en los Museos Vaticanos, donde de hecho consta que en 1934 la contrataron. Su vida de película continúa no solo por estos hechos, ya de por sí destacables, sino por el añadido personal. Era soltera, tuvo una relación tumultuosa con el explorador ártico Umberto Nobile, se convirtió al catolicismo y tenía una manera de entender la Iglesia particular (era muy conservadora en las formas y no podía entender el abandono del latín en la liturgia, por ejemplo). Ingredientes que hacen a un personaje fascinante, poliédrico, contradictorio y tremendamente inédito en la lista de personas que han vivido, han trabajado y han amado en el Vaticano. Nunca se casó, y era conocida por las recepciones que hacía en su piso en el barrio del Gianicolo de Roma: pasaban poetas, cardenales, escritores, políticos... Antes de morir la condecoraron con medallas, tanto desde Alemania como desde el Vaticano. La vida es amor, dice su tumba. Para que después digan que en el Vaticano solo hay hombres funcionarios eclesiales. La realidad es siempre mucho más interesante. Y el amor, el amor siempre gana.