“El día que yo nací mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo”. Hace 400 años, el filósofo Thomas Hobbes hablaba así de una de las emociones intrínsecas a la misma naturaleza humana. Mucho antes, en el siglo IV a.C, Aristóteles relacionaba el miedo con la esperanza de salvación, dotándolo de un significado positivo: “para que se tema es preciso que aún se tenga alguna esperanza por la que luchar”. Todos nacemos con miedo, incluso los más valientes. Y a los miedos innatos se van sumando otros, los aprendidos. Muchas veces, para desgracia del sujeto, ambos convergen potenciándose mutuamente.

El miedo ha tenido una gran importancia histórica, tanta que ha sido reproducido en los cuentos populares para niños con referencias a personajes malévolos que sembraban la simiente de los terrores infantiles: el hombre del saco, el lobo de Caperucita, el de los tres Cerditos, la madrastra… Mitos, supersticiones, leyendas, ficción y, especialmente, religiones, han alimentado todo tipo de miedos en el sensible mapa de emociones humano. Algunos de los miedos aprehendidos tuvieron una función social y de protección de los individuos, como evitar que los niños se fiasen de los desconocidos. El miedo activa los mecanismos de defensa del individuo y lo hace estar alerta frente a potenciales peligros. El miedo es una más de las cinco emociones básicas y universales que definieron los investigadores P. N. Johnson-Laird y Keith Oatley: tristeza, alegría, furia, asco y miedo, y que tan bien supo contar Pixar en su película Inside Out.

Y a los miedos “racionales” o con causa justificada se suman las fobias y manías de todo tipo como el miedo a la sangre, a los insectos, a los roedores, a los ruidos fuertes y, mi preferido, el miedo a volar. Entre el mito y la realidad se encuentran miedos de personajes célebres como Marilyn Monroe o Barbara Streisand que tenían pánico escénico. Gustave Eiffel, el diseñador de la famosa torre parisina, padecía miedo a las alturas. Y Walt Disney, el creador Mickey Mouse, sentía pavor hacia los ratones.

No podemos escapar a nuestra propia naturaleza. Como materia consciente de nuestro inevitable destino, la muerte, los humanos somos los seres más miedosos que existen. Dice José Antonio Marina en su Anatomía del Miedo que “vivimos entre el recuerdo y la imaginación, entre fantasmas del pasado y fantasmas del futuro, reavivando peligros viejos e inventando amenazas nuevas, confundiendo realidad e irrealidad”. “Para colmo de males, no nos basta con sentir temor, sino que reflexionamos sobre el temor sentido, con lo que acabamos teniendo miedo al miedo, un miedo insidioso, reduplicativo y sin fronteras”.

Muchos pedagogos contemporáneos consideran ahora que los cuentos clásicos podrían traumatizar a los futuros adultos. La hiperprotección al temor no nos ha hecho más valientes, más bien parece que la sociedad del siglo XXI acusa una preocupante patología del miedo y sus derivados –la ansiedad, la angustia o el estrés– que son tratados y catalogados como enfermedades mentales. La poca pedagogía hacia el miedo provoca que las personas sientan culpa o vergüenza si se notan temerosas y, por no poder sentir miedo, sentimos miedo al miedo.

Cada día descubro a personas que de miedo al fracaso no intentan prosperar. Otras cuyo miedo a una ruptura o un duelo amoroso se niegan a mantener ninguna relación. Algunas cuyas fobias intermitentes condenan y lastran su vida entre cajas de ansiolíticos y consultas de psicoterapia. Sé lo que es porque yo soy todas esas personas.

Podemos drogarnos, cerrar la puerta con llave, evitar ir al centro comercial, no viajar en avión o alejarnos de zonas poco pobladas. Podemos quedarnos en casa y no romper nunca una relación insatisfactoria por no quedarnos solos. Pero, por mucho que lo evitemos, el miedo seguirá instalado en nosotros, frontera insalvable del alma. Porque mientras haya miedo, también habrá esperanza.