El día que Manel anunció un paro indeterminado de su actividad, el lunes pasado, creí firmemente que aquello no iba conmigo. Un grupo que no es capaz de anunciar una tregua indefinida con pasamontañas y mirando a cámara no va conmigo, pensé. Un grupo que dice "si truca algú, no contesteu,/ que el cel ja és prou ple de valents" en un país donde en tiempos más oscuros sabíamos decir "què volen aquesta gent/ que truquen de matinada?" no va conmigo, me dije. Por lo tanto, la manera más contracultural de hablar de Manel era ignorándolos. Después, sin embargo, me di cuenta de que no podía hacerlo porque con Manel pasa lo mismo que con el pujolismo: como catalán, son una parte inherente de ti, ya que en esencia son lo mismo. Si el segundo configuró mi mundo de infancia, las canciones de los primeros han condicionado mi universo de juventud, por eso odio y amo a partes iguales las dos cosas, quizás porque de mayor me he dado cuenta de que ninguna de ellas era real, sino una simulación de la realidad. A pesar de estar llena de medias mentiras y falsas verdades, sin embargo, esta simulación ha sido bien real para mí, quizás para ti y seguramente para la mayoría de gente nacida a finales de los ochenta, es decir, los que no somos lo bastante boomers para hacer un editorial exprés no apto para diabéticos en el programa matinal de la radio pública catalana y tampoco lo bastante centennials para hacer tuits nihilistas, en minúsculas y sin signos de puntuación hablando de Teresa Rampell.

Para los hijos de clase media que de mayores ya nunca hemos sido clase media, Manel aparecieron en nuestra vida en aquel momento en que se es demasiado mayor para ser joven y demasiado joven para ser mayor, por eso ninguno de nosotros podíamos comprender qué quiere decir ser el padre modélico que quieren las hijas, el de la voz grave, el de la mano fuerte, que paga un vermú y que arregla una puerta. Tampoco imaginábamos, entonces, que Manel lo dejarían estar tres planes quinquenales después de definir con precisión soviética todos los planes quinquenales que hemos vivido entre 2008 y 2023, ya que la mía es la generación que entonces todavía no sabía qué quería decir vivir solo, ni levantarse una mañana en casa de alguien y decir 'nena tens cafè' antes de preguntar si 'vols que torri pa', ni cruzarse con un ex por el Eixample y pedir mesa en un bar de menú. Como no lo sabíamos, lo soñábamos. Para los que tenían treinta años cuando aparecieron Manel, los versos cotidianos de Guillem Gispert, precisos como los de un cronista, han sido desde siempre una narración a tiempo real de su propia vida. Los que justo éramos mayores de edad entonces, en cambio, no sabíamos cómo era la vida adulta cuando escuchábamos Els millors professors europeus, por eso en cada verso de aquel disco y del siguiente, ni que fuera involuntariamente, proyectamos no la vida que vivíamos, sino la vida que queríamos vivir.

Piensa. Tú quizás todavía hacías Bachillerato. O acababas de entrar en la universidad. O ya hacía años que trabajabas de peón pero la crisis del 2008 te había hecho revender el Seat León TDI que te habías comprado nuevo tres años antes, por eso su pop costumbrista apareció en nuestra vida sin que lo hubiéramos pedido nunca, justo cuándo más nos gustaba escuchar Habeas Corpus, o Violadores del Verso, o Fatima Hajji, o La Troba Kung-Fú, o La Gossa Sorda, o Laurent Garnier. Teníamos veinte años y no teníamos l'ànima morta, como diría Serrat, y justo dejamos de ser unos niños mayores que cantábamos todavía Anys i anys del Super 3 en todos los aniversarios para pasar a ser adultos que soplan las velas mientras en la sala alguien dice "que demani un desig, que demani un desig". Eso pasó. Sin saber como, algunos pasamos de conciertos autogestionados en las fiestas de alguna asamblea de la CAJEI a conciertos llenos de gente mmás mayor y que parecía sacada de un episodio de Porca miseria. En el primero que recuerdo haber ido de Manel, en la plaza Font i Cussó de Badalona por las Fiestas de Mayo del año 2009, había más biberones que porros. Fue pocos días después del 2-6 al Bernabéu y del Iniestazo en Stamford Bridge, el año de la Champions de Roma.

Lo recuerdo y pienso que solo era un joven que aspiraba algún día a ser un adulto normal en un país normal. Como tú, supongo. Compartir piso con extraños, buscar un trabajo formal, subir al metro cada mañana e ir al cine alguna noche, vaya. No sabía todavía qué era ir al mar en pareja, invitar un helado y decirle a alguien que así estirada estás espectacular. Ni sabía qué era encamarse con una mujer extranjera cuyo abuelo tiene un bigote largo y blanco que moja en cerveza tibia en tabernas de los Alpes. Ni sabía, evidentemente, qué era pedirle a alguien que te llevara al baile, ya que la única cosa que sabía bailar era el ska de Dr. Calypso o las tonterías comerciales de Gigi d'Agostino, por eso no sospechaba que el flirteo adulto podía ser repetirse por dentro "Un, dos, tres, un, dos, tres,/ txa-txa-txà, taló-punta, taló–punta" mientras me arrambaba a alguien antes de volver a empezar. No sabía nada de todo eso, pero empezaba a querer saberlo, por eso he acabado aceptando que Manel forma parte de mí sin que yo quisiera que eso pasara nunca. Con veintipocos, aprendí que ser joven en Catalunya era ser protagonista de las escenas que existían en las canciones que ellos cantaban, por eso deseamos parar la furgoneta aprovechando la vista privilegiada de una ciudad, hacernos una foto señalando el ábside románico de una catedral y sentirnos jóvenes y fuertes. Creímos que el amor era eso cuando no teníamos ni carnet de conducir, cuando las fotos se hacían con una cámara digital Olympus y evidentemente cuando todavía no sospechábamos que nosotros mismos, algún día, también podíamos ser el Benvolgut de alguien más.

Es ahora, por fin, cuando conocemos todo aquello que con veinte años no entendíamos. Es ahora, pues, cuando añoramos el ukelele de Manel con la boca pequeña, ya que no añoramos aquel primer disco de Manel y ni siquiera añoramos ser jóvenes. Añoramos, sobre todo la inocencia de la juventud. Creíamos que hacerse mayor es pensar que no se está en ningún sitio como en casa, sea o no sea noche fría para ser abril, pero no imaginábamos cómo es de caro vivir de alquiler en Catalunya con treinta y pocos. Creíamos que en un futuro los turistas se harían fotos donde tú y yo desayunamos una vez, pero pensábamos que sería una metáfora sobre el imperio romano, no la triste realidad de una ciudad como Barcelona despersonificada por culpa del turismo. Creíamos que algún día tener hijos bien fuertes y una casa con balconada ya no sería un pensamiento lejano, pero no sospechábamos cómo es de difícil conseguirlo con los sueldos precarios de hoy o con las hipotecas que solo puedes pagar si tienes un familiar que te financie la entrada, por eso, como dijo otro Manel en un tuit el lunes, Catalunya está llena de herederos ilegítimos de Manel que vivimos en casas sin calefacción porque no podemos ni pagarla. Por eso, para abrigarnos mutuamente y hacernos calor, mientras te miro y me asusto en caso de que te cansaras de mí, te pido que me abraces hasta que Manel vuelva a ser solo un nombre de pila y al oído te digo que sí, que nos ha costado Dios y ayuda llegar hasta aquí.