Estas últimas semanas he hojeado unos cuantos libros de neurociencia. Superada la era de la mecanización, comprender cómo funciona el cerebro humano promete rentabilidad segura. Amazon está plagado de libros llenos de estudios y de anécdotas. Me ha llamado la atención que todos coincidan en insistir en que no sólo somos muy irracionales e influenciables, sino también que somos tremendamente reacios a aceptarlo. A diferencia de lo que pasaba años atrás, la idea del inconsciente vuelve a tener prestigio.

El hombre siempre se ha protegido de sus motivaciones personales profundas. A menudo buscamos explicaciones estereotipadas a nuestras reacciones para aliviar la ansiedad que nos produce el desconocimiento o el misterio; otras veces vendemos motos para disimular nuestros puntos débiles ante los adversarios potenciales. Las motivaciones son estructuras muy complejas. Aun así, cada vez que racionalizamos para buscar excusas que nos liberen de una verdad que nos parece demasiado cruda para llevarla con dignidad, acabamos poniéndonos en peligro.

Al final las condiciones psicológicas suelen imponerse a las condiciones materiales. Todavía no se ha escrito una historia de la guerra psicológica de los últimos dos mil años. La victoria de Salamina se basó en la superioridad psicológica, igual que la victoria americana de Midway. La guerra fría fue una guerra psicológica y la guerra con ISIS es una guerra del mismo tipo. El problema de Hitler es que estaba loco, y el problema de los alemanes es que no estaban psicológicamente preparados para la tecnología y la victoria que tenían al alcance.

La historia del progreso es la historia de la conquista de la cabra que llevamos dentro
Al igual que pasa con los individuos, los mejores países son los que saben identificar y gestionar sus debilidades y deseos. Por eso da miedo reconocer que alguien o alguna cosa nos ha influido, o nos ha traumatizado, o que actuamos empujados por el subconsciente  en momentos importantes. La historia del progreso es la historia de la conquista de la cabra que llevamos dentro. Francia vendió mejor que ningún otro país la ilusión de que el individuo podía llegar a ser perfectamente autónomo, racional y libre. Desde entonces lo ha tenido casi todo pagado. Hasta que a base de mentir para hacerse la importante ha agotado las excusas.

En Occidente da miedo reconocer que la conquista de la cabra no está ni mucho menos acabada porque eso cuestionaría nuestra menguante hegemonía y "la rebajaría" al nivel de las otras civilizaciones. Otra razón es que, en el fondo, sabemos que no puede haber progreso sin conflicto. Desde la II Guerra Mundial hemos disimulado el miedo al conflicto poniendo énfasis en el control del mundo exterior. Para huir del Holocausto, hemos intercambiado la sabiduría por la investigación tecnológica. El resultado es que nuestros intelectuales, economistas y políticos hablan más de cómo la gente se tendría que comportar que de cómo se comporta realmente.

El gran peligro de nuestra época es el miedo que tenemos a intentar ver las cosas tal como son; es la superficialidad a la cual nos condena la reluctancia a reconocer que somos influenciables y que los factores externos y heredados nos condicionan mucho, para bien y para mal. Los científicos han demostrado que los hechos traumáticos reestructuran el cerebro y la relación entre el consciente y el subconsciente. Hay una parte del cerebro a la cual, de momento, no podemos acceder, pero hay otra parte de la cual cada día queremos saber menos. La decadencia de las humanidades y de la literatura; las cazas de brujas que se organizan en Twitter; la preeminencia del discurso político gallináceo, son una buena prueba. Aunque no se diga, el totalitarismo también ganó algunas guerras.

Aunque no se diga, el totalitarismo también ganó algunas guerras
Si nos fijamos, veremos que cuanto más débil es una persona, más reacia es a aceptar e investigar los condicionantes emocionales de su conducta. Con los países pasa lo mismo. Cuanto más superficial es una sociedad, más tiende a ver las emociones y la razón como una dicotomía más que como una continuidad fluida. Trazar una frontera entre las emociones y la razón sirve para fomentar una lozanía estática y fanatizada, pero no para estimular la inteligencia y el talento. La cultura, la relación entre las personas y los pueblos, no se sustenta sobre conceptos y razonamientos lógicos, sino sobre el intercambio de experiencias fuertes, íntimas, viscerales, vividas de primera mano.

A base de mirar el mundo a través de conceptos abstractos o desinfectados de experiencias turbadoras se nos ha dormido la sensibilidad y la inteligencia. Hemos creado un abismo de vacío entre las ideas y nuestros amores concretos. Incluso el liberalismo se ha vuelto teórico en manos del capitalismo de amiguetes. Vemos nazis, corruptos, machistas y terroristas en todas partes. Vivimos más cómodos que nunca y hablamos más que nunca de austeridad. Los diarios van llenos de referencias a la desigualdad, pero dicen muy poco del malestar espiritual que recorre Europa y los Estados Unidos. A menudo el malestar tiene más que ver con la falta de objetivos personales y colectivos de una cierta importancia y trascendencia, que con las derrotas del pasado o del presente que no han conseguido matarnos.

Después del Holocausto, Europa se ha vuelto alérgica al conflicto, pero otro conflicto no destruiría Europa, sino que destruiría los estados nación. Lo mismo se puede decir de España y la demagogia y el colapso emocional que generan los fantasmas que ha hecho emerger la situación de Catalunya. Hemos agotado el control del mundo exterior como fuente de creación. Veneramos los móviles e internet, pero el cambio tecnológico fuerte se produjo con el teléfono, la televisión, el coche y el tanque ya hace un siglo. La civilización occidental necesita conquistar una nueva libertad interior que no solamente nos ponga a la altura de las armas y los entretenimientos que hemos creado, sino que, también, nos permita seguir desarrollándolos antes que no lo haga otro. Estamos entrando en una época de introspección psicológica. Cuando eso pasa o bien hay una debacle o bien la cultura da un salto adelante.