Hay una frase de Karl Marx que es una de aquellas sentencias que se te enganchan a la memoria como un chicle en la suela del zapato: "La Historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa". La escribió en el primer capítulo de El 18.º de Brumario de Louis Napoleon y me vino en la cabeza el otro día viendo Trainwreck: Woodstock '99, el documental de Netflix sobre el desastroso intento de volver a hacer el festival de Woodstock, el año 1999, treinta años después del mítico Woodstock original. Resulta que los hippies de los sesenta querían rebrotar el festival con el mismo espíritu original de paz, amor y libertad, pero a finales de los noventa, con el neoliberalismo extendido en todas partes como una inmensa mancha, Woodstock ya no era un sentimiento. Era una marca. Por lo tanto, rebrotar Woodstock no era una noble ilusión por resucitar valores humanos, democráticos y pacíficos, sino un negocio. Si además le sumamos que las tendencias musicales de los noventa ya no eran el folk ni el rock psicodélico de los sesenta, sino el punk y el metal antisistema, el resultado es el que la hemeroteca muestra: Woodstock '99 fue una tragedia, pero sobre todo fue una farsa.

Quizás la Historia se repite dos veces, pero a los jóvenes solo se les engaña una vez. Woodstock '99 se convirtió en un festival donde casi medio millón de punks vieron como un grupo de hippies, ahora convertidos en empresarios, les intentaban vender aguas y frankfurts a 5 €, les ofrecían zonas de acampada y lavabos dignos de un campo de concentración y los trataban, en definitiva, como ganado de una granja. Sentirse parte de un rebaño es muy desagradable cuando te engañan, pero, sin embargo, es muy provechoso cuando, gracias a la unión del rebaño, tienes más fuerza que aquellos que te están engañando. En Woodstock '99 fue así y al público acabó destrozándolo y quemándolo absolutamente todo, cansado de no tener agua potable, no tener comida a precios populares o no tener una triste zona de descanso cubierta donde refugiarse de la sombra. Lo más paradójico es que el festival se fue a tomar por saco, el último día y durante un concierto de Red Hot Chili Peppers, porque los organizadores decidieron repartir miles de velas entre los asistentes con el fin de crear un mar de lucecitas que enviara un mensaje de paz y amor en el mundo.

Durante años, manifestarse en Catalunya significó visitar previamente las floristerías para comprar lirios a granel y llevarlos encima, más o menos con la misma poca convicción que los jóvenes del segundo Woodstock tenían hacia los conceptos de paz y amor

Viendo aquellas velas, se me hizo imposible no pensar en nosotros, los catalanes, y en la última vez que dejamos escapar el tren de la Historia porque íbamos con el lirio en la mano, hoy hace tres años. Durante casi una década, manifestarse en Catalunya había significado visitar previamente las floristerías para comprar lirios a granel y llevarlos encima, con más o menos convicción. Luciéndoles en la mano, habíamos convertido las manifestaciones por el derecho a decidir en performances más propias del Club Super3 que de un pueblo ocupado que lucha por desprenderse de las cadenas, pero tenemos que reconocer que la foto aérea y el vídeo por Instagram causaban siempre sensación, igual que los promotores de Woodstock '99 querían una foto bonita para enviar un mensaje de paz al mundo. En teoría Europa nos miraba, y también en teoría sin tirar cap-paper-a-terra teníamos que llegar sin problemas a Itaca, pero aquellos días de ahora hace tres años muchos nos dimos cuenta de que los lirios eran instrumentos de navegación nobles pero nefastos, por eso finalmente se nos acabó la paciencia y decidimos escrutar estrategias alternativas. Como Woodstock '99, quemándolo un poco todo.

El Tsunami Democràtic encendió el 14 de octubre del 2019 una llama que después no supo canalizar como tocaba: en vez de exigir una mesa de diálogo real, sirvió para exigir a los que estábamos en la calle que no quemáramos contenedores en Urquinaona, que no bloqueáramos la AP-7 en La Jonquera o que no ocupáramos las vías del AVE, por eso después ya nada más fue igual. Después de años con el lirio en la mano, los jóvenes adultos de mi quinta nos encontramos manifestándonos al lado de chavales de quince años que se cubrían la cara con bragas de cuello y que llevaban piedras en la mochila, igual que nosotros quince años atrás cuando nos manifestábamos contra el Plan Bolonia, contra la globalización y contra la crisis económica más salvaje del capitalismo contemporáneo. Resulta que aquellos swaggers que escuchan trap, viven pendientes del wifi, no miran por nada la TV y hablan con palabras que ni yo entiendo, de golpe también tenían ganas de no resignarse a ver cómo su futuro es peor que el futuro que tuvieron sus padres, por eso habían decidido salir a la calle, evidentemente sin una estelada a la espalda. "Nunca he sido demasiado indepe, pero España da asco y con España no hay futuro" recuerdo que me dijo un adolescente en Urquinaona con muchas partidas del Fortnite y el Gran Theft Auto a la espalda en una de aquellas noches.

Seguramente aquel crío no había tenido demasiado protagonismo en la anterior partida del juego, dos años antes, en octubre del diecisiete. Seguramente ni él sabía que después de la Declaración de Independencia, el 27-0, durante unos días, la Wikipedia en catalán, francés, inglés, italiano, alemán y todas las lenguas del mundo menos el castellano definió Catalunya como "un territorio en disputa entre el Reino de España y la República Catalana, recientemente proclamada por su Parlament." Días después de la aplicación del 155, sin embargo, aquella definición desapareció para volver a hablar de una Comunidad Autónoma del Reino de España: habíamos dejado escapar la oportunidad, que había acabado con tragedia. Pero vendría una segunda. "Para vencer a tu enemigo sin matarlo, primero tienes que demostrar que estás dispuesto a todo", dice Sun Tzu en uno de los mil proverbios lapidarios que esconde el famoso libro El arte de la guerra, por eso ahora hace tres años aquella comunidad autónoma volvía a tener la fuerza para reclamar sentarse a negociar con España y hablar de un territorio en disputa: ocupar un aeropuerto y bloquear fronteras, aparte de reventar la economía, fue una forma lícita, no violenta y eficaz de controlar el territorio, que es la manera más pacífica que existe en el siglo XXI para decirle a tu enemigo que estás dispuesto a todo y la manera más eficaz para volverse incontrolable. Pero igual que el día siguiente al 3-0, cuando plegamos velas en vez de sostener en el tiempo la protesta, aquella noche también el mismo Tsunami Democràtic nos envió a casa, desperdiciando de nuevo la gran oportunidad de forzar el estado a negociar de tú a tú, es decir, de hacer real el "Sit and talk". La tragedia se había repetido, ahora en forma de farsa.

Cuando ocupamos el aeropuerto, el "Sit and talk" no era una petición: era una exigencia. Por eso jóvenes que nunca habían votado estaban allí denunciando que los condenados no eran presos, sino rehenes

Aquel octubre de 2019 fue la última vez que realmente el caso de los catalanes fue un tema de portada para todo el mundo. La culpa no es solo de los lirios, sin embargo, sino sobre todo nuestra, que éramos quienes los llevábamos en la mano. Para dialogar de tú a tú hay que estar en igualdad de fuerzas, y contra un Estado la única fuerza real es el control del territorio; fuera de todo eso, el diálogo no es diálogo, sino vasallaje de un débil contra un fuerte. Cuando ocupamos el aeropuerto, el "Sit and talk" no era una petición formal, sino una exigencia, por eso miles de jóvenes que quizás nunca habían votado a Junqueras, Turull, Romeva, Rull y todos los otros condenados estaban allí para decirle al mundo que aquellos condenados no eran presos, sino rehenes, y que aquella sentencia no era una condena judicial, sino un secuestro político. ¿Y si resulta que era mejor ampliar la base exigiendo por la fuerza el "Sit and talk" que pidiéndolo de rodillas, pidiéndolo con la voz baja e insistiendo vehementemente a pesar de los "vuelva usted mañana" recurrentes por parte de la otra parte de la mesa? Son preguntas al viento que nadie quiere escuchar, ya que hoy, tres años después de aquello, el diálogo se sigue entendiendo como la causa final de nuestra lucha, cuando en realidad tiene que ser la consecuencia.

Si alguna cosa deja claro el documental Trainwreck: Woodstock '99 es que a veces la única forma de evitar que te tomen el pelo es mostrando más fuerza que el farsante que te quiere engañar. Desafiar al Estado español sin ir con el lirio en la mano no tiene nada que ver con la violencia, por mucho que muchos quieran hacer entender que sí. La violencia no es quemar contenedores ni hacer barricadas, sino que lo son las tasas universitarias desorbitadas, los precios de alquiler inhumanos, la represión de un Estado que utiliza la justicia para resolver un conflicto político y, por si fuera poco, hombres armados reventando ojos, atropellando personas o acosando grupos de gente que está harta de ver que nadie los representa. Tres años después de ocupar el aeropuerto, la mayoría de aquellos jóvenes que estábamos decididos a ir a todas resulta que estamos hoy huérfanos de todo, sobre todo de voto. Tres años después de aquello, hoy tenemos el Parlament con más diputados independentistas de todos los tiempos, pero el Govern con menos apoyos de la historia, por eso creo que Marx no se equivocaba y que la Historia, con mayúsculas, no se repite nunca más de dos veces. Los cirios acabaron con el segundo Woodstock y los lirios han acabado con el Procés. De la primera muerte ha surgido un documental en Netflix titulado en Espanya Fiasco total, y de la segunda un concepto menos interesante, pero igual de sorprendente como el de la "Catalunya entera". Ojalá no acabe en fiasco. Ojalá la Catalunya entera entienda, algún día, que a España se la desborda con alguna cosa más que palabras como paz, amor y libertad.