Los países necesitan la monarquía para que los ancle en su historia y les haga de espejo moral (especialmente, de aquello más miserable que la gente no quiere admitir del propio carácter). Así se ha manifestado en todo el asunto que últimamente ha vivido Kate Middleton, una princesa a quien el pueblo británico se ha dedicado a escarnecer sin ningún tipo de piedad durante semanas —buscando compulsivamente hipotéticas amantes a su marido y convirtiéndola en un simple avatar más de la inteligencia artificial— y de quien ahora, después de conocer su cáncer, todo dios alaba las maravillas como si fuera una diosa. Kate nos ha puesto delante de las narices de este mundo donde la turba y los plumas de la prensa pasan de destruir a querer cuidar en pocos segundos y, sobre todo, nos ha estampado en un presente donde nadie puede desaparecer del todo y solo puede exigir cierta intimidad —en el fondo, de forma irónica— si está lo suficiente enfermo.

Del maravilloso vídeo con el cual la princesa de Gales se dirige al pueblo británico —sobriamente filmado en un banco de aquellos que incluyen la placa de algún ser ilustre y con un jardín pequeño de fondo donde se esconden todos los colores del imperio— me ha gustado el paternalismo (perdonad, ¡el maternalismo!) con el que se dirige a su masa de seguidores, una gente sin más oficio que la conspiranoia. Contra toda esta peña que no tiene la decencia de esperar que una figura, por muy pública y notoria que sea, pueda digerir una enfermedad que la puede matar y evitar que sus hijos se enteren por una filtración de la prensa, se alza la melena (y las vocales adorablemente abiertas) de esta princesa que es señora y elegante como pocas. La monarquía ha gestionado la comunicación del asunto de una manera más bien torpe, pero eso no quita ningún valor al derecho de una persona a digerir su luto.

Hay que agradecer a la princesa Caterina que haya retratado la miseria, las prisas y la falta de piedad de un presente con una cintura francamente admirable

La mayoría de pueblos del mundo son tremendamente injustos con sus coronas, de quienes envidian secretamente una vida que no es nada regalada ni mucho menos indolente. Así han hecho últimamente nuestros adorables enemigos, que se han dedicado a sepultar la inmensa figura de Juan Carlos I, uno de los reyes más importantes de la historia de la Europa contemporánea. Descrito como un simple paquidermo campechano, Juan Carlos enseñó durante lustros a los españoles que —si querían prosperar en la vida— tenían que salir de su moral de pobre y lucir un cierto espíritu olímpico. Juan Carlos es la figura política estatal que ha tenido más relieve planetario, y se ha cobrado los centenares de contratos donde ha conseguido incluir empresas españolas con unas comisiones muy inferiores que las de los políticos de la partitocracia que lo ha acabado obligando a esconderse en el desierto como un perro podrido.

La gracia de Juan Carlos todavía se ha visto más agrandada con este pobre pasmarote de hijo que tiene y su desdichada consorte plebeya, que es un homenaje eterno al nuevorriquismo más hortera, algo que vive a años luz de este jerseicito de lana fina que lleva Kate Middleton mientras explica su cáncer al pueblo sin ningún tipo de victimismo y con limpísima prosa. Así se dirige la princesa a la gente que aseguraba que ya estaba muerta y que el Palacio de Kensington había contratado a un doble para sustituirla o, directamente, que había desaparecido de la vida pública porque se había vuelto loca. La pasión frenética por los likes y el share han hecho que el periodismo supuestamente serio también haya comprado este tipo de noticias y resulta notorio que la mayoría de periodistas británicos todavía no hayan hecho ningún tipo de autocrítica (en nuestra casa, solo la gran Pilar Eyre ha obrado de sana excepción).

Hay que agradecer a la princesa Catalina que haya retratado la miseria, las prisas y la falta de piedad de un presente con una cintura (y perdón por la fisicidad del ejemplo) francamente admirable. Su dulcísima compasión con los súbditos la convertirán en una reina ejemplar y espero que supere muy pronto su enfermedad para retornar a una vida ingrata en la cual, como recordaba Elisabet II, las obligaciones siempre van por delante de las necesidades. Ante tanta hojarasca y toneladas de especulación asquerosa, a Kate Middleton le ha bastado con dos minutos de imagen y palabra para devolver la dignidad a la monarquía más importante del mundo. Ahora el común podrá entender que a Meghan Markle no la marginaron porque fuera medio negra, sino porque la pobre chica era una hortera y su novio un simple cretino. Que dios salve a la futura reina, primero del cáncer y después de su banal plebe.