No podía ser más deslucida la celebración del Día de la Constitución española, enmarcado en medio de dos encrucijadas: la huida del rey emérito a los Emiratos Árabes Unidos y la imparable desintegración de la arquitectura del régimen del 78. Hoy el régimen es tan solo una fachada de cartón piedra que sirve básicamente para proteger la corrupción de la monarquía española, reprimir a los independentistas, cerrar el paso a cualquier reforma importante del Estado y, finalmente, sirve para invertir la pirámide de funcionamiento de un país democrático donde el poder ejecutivo acaba cediendo sin preeminencia por la vía de los hechos al poder judicial.

La celebración de este 6 de diciembre se ha visto complicada, además, por las discrepancias en el Gobierno y el auge de las derechas, envalentonadas por militares golpistas; un jefe del estado callado a la hora de hacer frente a los que con una mano le rinden obediencia y con la otra hacen peligrosas proclamas. Jueces y fiscales erigiéndose en salvadores de la patria; Vox arriba en las encuestas y la presidenta de la comunidad de Madrid, Díaz Ayuso, erigida en nuevo icono del establishment, necesitado como estaba de tener a alguien que se confrontara a partes iguales con la izquierda y con los independentistas.

El resultado de todo ello es una España que no tiene suficiente hilo para recoser todas las costuras que han saltado. Este domingo se ha sabido, por ejemplo, que Juan Carlos I había presentado en Hacienda una declaración para regularizar su situación fiscal derivada del uso de las tarjetas de crédito opacas de él mismo y de diferentes miembros de su familia. Más allá del reconocimiento público de un delito de fraude, cabe esperar que esta no sea aceptada y se actúe contra él ya que la regularización llega semanas después de que la noticia se haya publicado. 

La caída de Juan Carlos I no es solo la caída del exjefe del estado, algo que sucedería en un país republicano. En este caso, la cuestión abarca el conjunto de la familia real y obviamente a su hijo reinante. Su silencio ante todo lo que está pasando ya no es un acto de prudencia, sino una manera de hacer evidente que el blindaje de la monarquía ya es, para la opinión pública, papel mojado.