Buscando la aventura en uno de los raros paraísos que, supuestamente, todavía quedan en este asqueroso mundo, el joven estadounidense John Allen Chau logró que unos pescadores le desembarcaran finalmente en la playa de la isla Centinela del Norte, en la misteriosa isla prohibida. Se sentia radiante como la mañana, como los frondosos arrecifes de coral de allí cerca. Era la quinta vez que lo intentaba y, por fin, lograba pisar la arena dorada que bordean las aguas más turquesas del Índico, el arenal más virginal de la tierra más remota del lejano  archipiélago indio de Andamán y Nicobar, muy allá, en mitad del mar, al oeste de Port Blair. La alegría no duró mucho para el explorador de veinte y siete años. Bajo el luminoso sol, bautizado de sal y de triunfo, desde la playa vacía hacia la jungla espesa, continuó caminando en línea recta mientras las flechas rectas de los aborígenes le desgajaron instantáneamente su carne, le hicieron tragar un sorbo de sangre negra. Aquellos guerreros feroces, que no conocen ni el fuego ni la rueda según la prensa, sí que traían una cuerda larga con la que le ataron el cuerpo y le arrastraron hasta el interior de sus dominios, escondido entre la exuberante vegetación, hasta desaparecer en un suspiro. Después ya no se oyó nada más, como si la isla estuviera desierta, sólo el grito de algún pájaro, el vaivén del viento y el estallido de las olas del océano indiferente.

Este crimen no tendrá ningún castigo de las autoridades de Nueva Delhi como tampoco lo reciben las bestias inocentes que devoran al visitante temerario que osa adentrarse en el territorio que les es propio y reservado. Según la ley establecida, la isla Centinela del Norte es un territorio expresamente prohibido a todo el mundo y está vedado cualquier tipo de intromisión exterior. Nadie puede visitarla, nadie la puede conocer porque debe ser preservada como se guarda un buen secreto. Cuando hace treinta y siete años, un esforzado carguero quedó trabado en los arrecifes que la rodean, la tripulación tuvo que defenderse de los nativos con bengalas y hachas hasta que, días después, un helicóptero policial los pudo rescatar. Muy diversa suerte corrieron, hace sólo seis años, dos pescadores del golfo de Bengala que también quedaron atrapados en esa misma corona de coral, bella y peligrosa. Fueron cosidos a flechas.

Si la isla prohibida hoy estuviera abierta a todo el mundo sería como cualquier otra de la región, idéntica a las que acogieron imprudentemente a los colonos extranjeros. Hoy estaría cubierta por todas partes de plásticos, de turistas, de alcoholismo y de miseria. Los primitivos indígenas haría lustros que habrían sido borrados del mapa, diezmados por las enfermedades contagiosas de los otros humanos, confundidos por las evidentes contradicciones de los que, cada mañana, se llenan la boca de democracia, de convivencia y de respeto, de los derechos del hombre, de la igualdad entre los sexos, de ecología y de libertad. Centinela del Norte hoy aún no está ni devastada ni saqueada porque unos hombrecillos negros, armados con rudimentarios arcos y flechas, defienden una manera de vivir tan primitiva como legítima. No, no quieren aprender inglés, ni música, ni yoga, lo que quieren es que les dejemos tranquilos. El paraíso en la tierra existe, pero ya está ocupado, ya tiene habitantes y, naturalmente, no nos quieren, so pena de muerte. Lo que estaría bastante bien es que, si un platillo volador de extraterrestres llega en son de paz a la Tierra, que aterrizara confiadamente en la isla prohibida. Les parecerá que ha valido la pena el viaje.