Carles Puigdemont es el gran ganador de las elecciones de ayer. Carles el Astuto, Carles el Audaz, Carles el Decidido es hoy también, es hoy sobre todo, es hoy sin dudas, Carlos el Victorioso. Contra los pronósticos interesados, el tenaz político de Amer ha sido señalado por los ciudadanos para continuar dirigiendo la política independentista, para dibujar el destino sereno de nuestro pueblo, la esperanza nacional catalana pocos días antes de Navidad, como una bendición pascual, como un valioso regalo cagado por leño ancestral, por el leño nacido del campo fecundo, de la tierra nuestra, por el leño aporreado por las fuerzas de ocupación españolas. Daba un poco de pena –y hacía gracia también– ver la afónica Inés Arrimadas recordando sin convicción que había ganado las elecciones con sólo 37 de los 135 escaños del Parlamento del Parque de la Ciutadella. Las caras de los otros líderes españolistas, al saber los resultados también han sido elocuentes y aleccionadoras, especialmente la del falso conciliador, la del cómplice e indigno Miquel Iceta, el regionalista que aspiraba a ser aún otro virrey más de la lista, otro Jordi Pujol que abriera la mano, otra rémora, otro muermo.

Carles Puigdemont, sin embargo, no tiene detrás un partido, sólo una excelente colección de diputados, todos hijos de sus respectivos padres. Y, por su parte, Esquerra Republicana tiene una excelente maquinaria política, un partido cohesionado y eficaz pero sin un líder lo suficientemente convincente para ganar las elecciones. El martirio real, doloroso, de Oriol Junqueras, la buena voluntad y excelente tarea de Marta Rovira o los cuentos chinos de Joan Tardà, todo ello, no han bastado para imponer un cambio en la dirección del independentismo político. Cuando la implacable ley de la necesidad acabe imponiéndose en beneficio del movimiento de liberación nacional catalán, sucederá que el presidente sin partido y el partido sin presidente acabarán encontrándose, no sólo para asegurar una mayoría parlamentaria sólida y operativa para batallar contra España. Sobre todo creará lo que la mayoría de la sociedad catalana reclama, un gran partido nacional, una especie de Partido Nacional Escocés, una especie de Partido Quebequés, una fuerza catalana de centro izquierda que integre, en primer lugar, a los hombres y mujeres de Esquerra Republicana, junto con los hombres y mujeres del presidente Puigdemont, todos los que no han quedado enterrados por la vergüenza y la suciedad de Convergencia Democrática. Ideológicamente son lo mismo, y gracias al diablo, no son la CUP ni hablan en femenino para hacerse los progres. Son lo mismo desde el punto de vista independentista y también desde el punto de vista social. Del mismo modo que, en Italia, el Olivo mayoritariamente comunista supo elegir como jefe de filas al democristiano Romano Prodi, al igual que la Esquerra Republicana de 1931 supo elegir como líder a todo un liberal como Francesc Macià , la Esquerra de Junqueras debiera poder atraer al centro liberal que representa hoy Carles Puigdemont. Porque Puigdemont es el presidente elegido. Con los pesos y contrapesos que sean necesarios, con la buena armonía que sea necesaria, Esquerra debe integrar a todos los independentistas que no sean anticapitalistas ni maximalistas, como supo integrar personalidades tan diversas como Josep Tarradellas, el grupo del diario L’Opinió y a Lluís Companys.

Carles el Audaz y su lista no pueden llevarnos a la independencia sin la buena Esquerra ni la buena Esquerra puede encabezar las iniciativas que tienen que crear la nueva república sin el Presidente y los suyos. Mientras no tengamos otro panorama político podemos, por ahora, al menos hoy, dar crédito a la capacidad de Junts per Catalunya y de Esquerra Republicana para reconducir la economía, para hacer una política de clase media que es la auténticamente amenazada por la expolio de Madrid. De hecho, Puigdemont, el grupo de Puigdemont y Esquerra tienen, sobre todo, un proyecto moral, que nace del realismo y no del patrioterismo, que nace de la necesidad de ofrecer un futuro estable, plausible y digno para Cataluña. Nuestro viejo país humillado y apaleado necesita la vieja moral de las cosas hechas como es debido, una vieja moral que no tiene nada de vieja. Catalunya, como república, tiene la oportunidad de vivir una nueva realidad moral que nos deje llevar a cabo, de una vez por todas, las propuestas mudas de los libros independentistas que discrepan del convencionalismo y de la inercia españolas. Una vida honrada al margen de los fanatismos, de la fuerza bruta y de la mentira, una vida en una nación en la que creemos y en la que queremos vivir. Una especie de Bélgica republicana. Si sus eminencias de los partidos independentistas tienen a bien escucharme, claro.