José María Aznar, el admirador de Atila, curiosamente, piensa que la mejor estrategia para derrotar al independentismo es la misma estrategia que defienden algunos independentistas para separarse definitivamente de España: hacerla tan gorda, tan memorable, tan contundente, que el conflicto se acabe de una vez por todas. Es exactamente el plan que parece que nos tienen preparado los jueces políticos que deben sentenciar a los prisioneros políticos catalanes. Quieren escarmentar al enemigo de repente, a través de una jugada maestra, con un mate del pastor que se resuelva en una victoria repentina y, sobre todo, aleccionadora. Duradera. Este tipo de pensamientos estratégicos suele ser habitual entre personas que apenas empiezan a interesarse por el arte de la guerra y están muy influidas por el pensamiento mágico. Es la fantasía que desea que el Milagro de la Casa de Brandenburgo se pueda repetir siempre, que de un tiro de piedra David le abrirá fácilmente la cabeza a Goliat, que los franceses son idiotas todos y nos basta si el tamborilero del Bruch hace bien su trabajo para que el eco de Montserrat haga el resto y los expulse. No sólo ganaremos sino que les humillaremos. La victoria está cerca y vendrá gracias a una batalla decisiva que dejará al enemigo con un palmo de narices. Es la conocida doctrina del almirante Isoroku Yamamoto que, ciertamente, no se vio coronada por el éxito tal como acabó la Segunda Guerra Mundial.

El independentismo no tiene ni la capacidad ni la voluntad de enfrentarse abiertamente a la represión violenta del estado español, cada día más español y cada vez menos estado

Se destinaron muchos recursos y esfuerzos para derrotar al enemigo en una batalla decisiva, pero lo cierto es que este fabuloso combate nunca se produjo. Saddam Hussein también hablaba de la madre de todas las batallas y al final pasó lo que tenía que pasar. Que los conflictos suelen ser cuestión de resistencia, de capacidad de hacer frente al enemigo y no de astucias genealoides. Durante la última guerra mundial los alemanes construyeron los dos acorazados más grandes de Europa, el Bismarck y el Tirpitz, mientras que los japoneses botaron los más grandes del mundo, el Yamato y el Musashi, pero fue como si nunca hubieran existido. Los aliados, como es lógico y natural, siempre evitaron enfrentarse en una batalla decisiva. Si lo pensamos bien, aunque tenían una capacidad industrial y militar muy superior a los países del Eje, la estrategia que les llevó a la victoria fue una combinación de resistencia constante, de iniciativas destinadas a agotar la capacidad del enemigo, sobre todo a minar su moral. El independentismo, por su parte, no tiene ni la capacidad ni la voluntad de enfrentarse —pacíficamente— de manera abierta a la represión violenta del estado español, cada día que pasa más español y cada vez menos estado. El independentismo se sabe ganador con la estrategia de la guerra de guerrillas, cuando ciertamente no se puede hablar de grandes planes, de grandes ofensivas, de grandes estrategas. Cuando es imprevisible y eficaz. Sólo es necesario que el Tribunal Supremo haga de Supremo, y sobre todo de español, para que toda la opinión pública internacional se le vuelva en contra, para que todo el mundo se sienta solidario del pueblo catalán que rechaza ser colonizado y postergado. Las acciones políticas del independentismo continuarán indefinidamente, constantemente, pero, naturalmente, sin ser previsibles del todo. Con buenas relaciones entre Puigdemont y Junqueres o con malas relaciones entre ellos. La guerra de guerrillas del independentismo no se detendrá mientras Aznar sea el gran impulsor, el gran cohesionador. Será fabuloso, apasionante, si la derecha extrema gana Moncloa pronto o si Josep Borrell continúa haciéndose cargo de la carpeta catalana, aplicando supuestas grandes ideas políticas, buscando la ocasión para una batalla decisiva. A nosotros el espíritu de Carrasclet siempre nos acompaña.