Pocas veces habíamos visto en el Congreso de la Carrera de San Jerónimo, una colección más evidente de indigencia intelectual y política. Cuando tras escuchar a los principales líderes políticos españoles, en ese su Parlamento del rompeolas de las Españas, el discurso más amistoso con Catalunya, o el menos incendiario, o el menos vergonzoso, es el que pronunció nada menos que un profesorcillo de pega, un demagogo y un españolista recalcitrante como Pablo Iglesias, quiere decir que la primera línea de la clase política de Madrid es un desastre, evidente e hiriente. Esta España colonialista, henchida de orgullo y de vanidad, incapaz de autocrítica, de ilusión, de esperanza, de presentar ningún proyecto medianamente plausible y estimulante, es la que tenemos ante nosotros. La clase política catalana, la independentista, en términos generales, es una vergüenza colectiva, una colección de miserias y de cobardías, eso lo sabemos todos. Pero ¿y los de Madrid? ¿Cómo pueden sentirse representados los catalanes españolistas por esta gentecilla, por esta colección de populistas, de fachas, de burócratas, de sietemachos, de farsantes, de indigentes?

¿Qué proyecto tiene hoy España? Ayer se vio claramente: el anticatalanismo

Que la africanista Guardia Civil, la Policía Nacional y el ejército nos puedan intimidar es fácilmente comprensible porque a nadie le gusta que le peguen o le puedan llegar a matar. Pero, estos de Madrid ¿son realmente los que mandan? Los poderes fácticos ¿no han encontrado a nadie mejor? ¿Estos son los interlocutores del independentismo, con los que nos hemos de entender? Santa inocencia. Nunca Catalunya había tenido delante una colección más deplorable de adversarios, una gente tan vivamente limitada como peligrosa, tan preocupante, tan previsible, tan decadente, tan histérica. El proyecto independentista, con todas sus limitaciones y desaciertos, tiene muchas carencias, no se puede negar, pero no es este páramo de inteligencia, de política, de esperanza, de concordia, de humanidad. Por todas partes el miedo con mayúscula, las fobias, las prevenciones, la intolerancia, las quejas de personitas mimadas. Más que un debate de investidura parecía una reunión de niños bien que nunca han trabajado en nada, que nunca han hecho ningún esfuerzo, ningún estudio ni doctorado, una colección de niños consentidos a los que la vida se lo ha regalado todo, que nunca han tenido que esforzarse ni así, que nunca han tenido que luchar ni tener moral ni esperanza, que sólo saben quejarse porque nunca han hecho otra cosa que vivir muy bien de sus protectores.

¿Qué proyecto tiene hoy España? Ayer se vio claramente: el anticatalanismo. La destrucción de Catalunya y del proyecto político independentista es la única idea concreta y real que hermana a toda aquella pandilla de aprendices, todos encantados de haberse conocido, compitiendo en alarmismo, compitiendo en la exhibición de miserias humanas, compitiendo en ideas caducas, retrógradas, en hipocresías, en falsedades. La gran novedad de la jornada fue escuchar la voz del líder de la ultraderecha españolista, un caudillo con formas y maneras de ayatolá de suburbio. Pero es que en el fondo y en la forma, no hubo ningún debate. Porque todos están de acuerdo en lo esencial, porque todos son parte de la misma cosa, forman parte de la misma intolerancia y de la misma impotencia. Son el Titanic que se hunde mientras los señoritos de primera clase discuten sobre cómo no tener que mojarse el culo para salvar el cuello, dicho así, y por decirlo rápido. Pobre Catalunya y pobre España. Qué personal.