Necesitamos más y mejor educación. Esta frase se repite cada día, como un sortilegio, como un conjuro contra los malos espíritus, como una remota promesa de felicidad. Lo solucionaremos, eso está claro, pero más adelante. Las soluciones siempre son para dentro de unos años. Nos dicen que llegará un momento en el que el conocimiento, la enseñanza, la cultura, que nadie sabe en qué consiste, nos salvará de todos los males. ¿Que estamos acabando con el planeta? La escuela nos proporcionará mejores ciudadanos, más limpios y respetuosos con el medio ambiente. ¿Que algunos hombres asesinan y maltratan a mujeres sirviéndose de su superioridad física? La educación basada en la igualdad entre géneros es la solución. ¿Que España no entiende a Catalunya? Hay que hacer mucha pedagogía, dicen, hay que explicarse mejor, hay que educar. ¿Que estamos rodeados de fachas? La educación nos lo resolverá, sostienen, afirman, pontifican. Como si Mussolini hubiese sido lego, como si los nazis más eminentes no hubieran gozado de una excelente formación, de una sólida ilustración, como si la Alemania de 1939 no hubiera sido una de las naciones más civilizadas del planeta.

Endosan la totalidad de los problemas de nuestra sociedad a la escuela, a la universidad, personas muy satisfechas de sí mismas, que luego se lavan las manos y que, probablemente, no se han dedicado nunca a enseñar. Que no saben de la grandeza y de la miseria de esta noble profesión. Personas provistas de muy buenas intenciones pero que tienen un conocimiento escaso de las posibilidades reales de la modesta maquinaria pedagógica. Catalunya hoy dice que pretende educar a nuestros jóvenes, incluso dispone de un departamento que se llama así, de educación, una palabra bastante grandilocuente. Cuando, en realidad, no consigue ni enseñar, cuando no puede ni proporcionar una formación elemental, básica, útil para nuestra economía y para nuestra sociedad, como certifican todos los indicadores recogidos, como el programa internacional de evaluación de estudiantes, el famoso PISA, que nos dice con buenas palabras que nuestra enseñanza pública y privada es una de las peores de nuestro entorno. A todas estas personas que quieren creer que, con una educación mejorada, realizaríamos una auténtica ingeniería social, que conseguiríamos un hombre nuevo, como decían los viejos comunistas, una versión extra, superior, suprema y de luxe, del ser humano, como si un humano pudiera ser un turrón de Jijona, les diré que me gustaría equivocarme. Y que he releído este verano un libro de Elisabeth Badinter, una de mis feministas favoritas: L’infant de Parme.

Endosan la totalidad de los problemas de nuestra sociedad a la escuela, a la universidad, personas muy satisfechas de ellas mismas, que después se lavan las manos y que, probablemente, no se han dedicado nunca a enseñar

Para Badinter las buenas intenciones —más o menos inspiradas en las utopías de Rousseau— pueden transformarse en sutiles formas de hipocresía social que escondan y perpetúen precisamente lo que pretendían corregir. La enorme y emblemática herencia rousseauniana en nuestro mundo contemporáneo, donde casi todos nos consideramos progresistas, ecologistas, feministas, indigenistas, espirituales, —en esto de espiritual yo, sin embargo, apostato— ha acabado convirtiéndose en un fabuloso subterfugio, en una excelente excusa para calmar nuestras conciencias y así no tener que hacer mucho más. Como somos progresistas y guapos —al menos ustedes— ya podemos irnos a hacer la siesta. Pero si, por casualidad, todavía nos quedara algo de capacidad autocrítica nos resultaría bastante interesante esta crónica de Badinter, centrada en la educación de un desconocido príncipe de Parma del siglo XVIII. L’infant de Parme es una incisiva reflexión sobre el poder y los límites reales de la educación. Un caso práctico sobre la fragilidad de los anhelos de mejora del ser humano que quiere confiar en el conocimiento. Y que ve como estos anhelos, estas buenas intenciones deben enfrentarse al indiscutible poder contradictorio de la realidad. Estamos tan convencidos de tener razón, nos creemos tanto a la Ilustración francesa, al Emilio de Rousseau y compañía, que quizás no nos hemos parado a pensar si nuestros valores educativos no son sino sueños, quimeras de nuestra época angustiada.

El niño se llama Fernando y está llamado a ocupar el trono de su padre, en el ducado independiente de Parma. Es nieto de Luis XV de Francia y de Felipe V de España. Su madre es Luisa Isabel de Borbón, la más inteligente, y la mayor, de las hijas del monarca francés. Badinter, recuperando información inédita, reconstruye los desvelos de esta mujer excepcional que se esfuerza en dar la mejor educación a su heredero. Quiere una educación de primera, moderna, ilustrada, de acuerdo con los ideales intelectuales de los que Francia se sentía tan orgullosa y que, años más tarde, fueron indispensables para la revolución francesa. Luisa Isabel, como cualquier madre, quiere lo mejor para su Fernando, quiere asegurarse de que tenga éxito en la vida, quiere que sea un gran monarca, respetado en toda Europa, aunque su reino sea muy pequeño. Quiere que su hijo se convierta en un príncipe ilustrado, sabio, honrado y competente, el mejor hombre. Para ello confiará en el poder de la educación, forjadora de hombres, y buscará los mejores preceptores, de entre los que destaca uno de los grandes filósofos del momento, Étienne Bonnot de Condillac. Efectivamente el chico es inteligente, despierto, tiene la mejor disposición y un carácter excelente, pero con eso no basta. Tendrá una instrucción magnífica, eso sí, Fernando se convertirá en un príncipe culto pero será también un personaje supersticioso, enormemente desgraciado, inseguro, infantil, que acabará en manos del oscurantismo y de la Iglesia italiana más retrógrada, de una carcundia integrista que lo convence para que reinstaure la inquisición en el país. Ahí está la instrucción en contraste con la educación. Hete aquí cuando los proyectos se ven superados por la realidad más insistente. Los historiadores de la Grecia antigua sabían que la historia es fundamentalmente un ejercicio de ironía, porque a menudo las acciones de los hombres terminan produciendo resultados muy diferentes de los previstos.