El independentismo político llena las calles cuando quiere y, en cambio, el españolismo sólo lo hace cuando puede. Y puede cada vez menos, como hemos podido ver este fin de semana que esto ya se decanta, que la policía está molida, desmoralizada, y los políticos postfranquistas desconcertados. Una señora salía a la ventana durante uno de los recientes disturbios nocturnos en el Eixample, una señora determinada y en sujetador, una ciudadana que presumiblemente quería dormir y que la revolución no le dejaba, ay, una matrona que se me enfrentó desde su tercer piso de propiedad con un lanzador de piedras de la calle, y le decía que basta, que así no, no, que somos gente de paz y que tenemos que irnos a dormir temprano temprano porque al día siguiente podamos currar y currar. El joven no se hizo el loco, con todo. Le replicaba que le dejara en paz, también le preguntaba que cuántas victorias habían conseguido ella y los del lirio, que si no fuera por las piedras y por los fuegos y por las concentraciones masivas todavía estaríamos donde estábamos, paralizados en nuestra impotencia moral. Esto de la impotencia moral lo pongo yo, esto no lo dijo, claro, porque el lanzador de piedras no tiene tiempo de explicarse pero ya se le entendía por donde iba y por donde venía, que al chico hay que entenderlo también, que va agobiado zafándose de la policía y sólo recibe críticas. Y poca colaboración. En la bullanga del 14 de noviembre de 1842, como quien dice ayer mismo, desde los pisos altos no dormían, no, lo que hacían era ayudar a los de abajo con el lanzamiento de todo tipo de objetos sólidos contra el ejército español que disparaba a matar. Fue entonces cuando el caballo del general Zurbano murió aplastado por una cómoda muy grande muy grande lanzada desde un piso indeterminado. Efectivamente, las calles son nuestras. Porque vivimos en ellas y, a veces, incluso nos defendemos.

La Rosa de Fuego continúa en Barcelona, a veces sin fuego, a veces con pasión, intermitentemente pero constantemente, decidida a hacerse ver, a hacerse oír, a protestar contra el abuso de autoridad de unos jueces, de unos dirigentes y de unos policías que se han ganado el descrédito a pulso. Que han demostrado que no están al servicio de la sociedad entera sino de la injusticia y de la arbitrariedad, a las órdenes de un desorden que, curiosamente, se hace llamar orden, que se hace llamar democracia pero que es desorden, caos político, inseguridad legal, represión incontrolada. A la alcaldesa Colau no le gusta esta Rosa de Fuego, a ella le gusta más la lucha urbana vista de lejos, la que puede imaginarse leyendo libros de historia, con unas buenas fotos, confortablemente instalada en una chaise longe como si fuera la Dama de las Camelias. Cuando en un discurso hace pocos años profirió vivas a la Rosa de Fuego no se qué carajo imaginaba que fue realmente la Rosa de Fuego. Teniendo en cuenta que entonces quemaban conventos, edificios enteros, que había muertos, y ahora sólo queman basura y vuelan piedras. Teniendo en cuenta que durante la Semana Trágica un formidable burgués como Joan Maragall, más de derechas que el grifo del agua fría, escribió la Ciudad del perdón tratando de entender, de empatizar con las razones de la violencia urbana. Hoy todos estos lanzadores de piedras, todos estos pequeños Davids que se encaran con los temibles Goliats, armados con porras y con leyes despiadadas, no tienen quien les ampare, anatema, no sea que alguien, remotamente, fuera acusado de justificar la pérfida violencia. A ellos, les da igual lo que puedan decir a cuatro comentaristas a sueldo, cuatro políticos asustados que hacen sumas y restas de cara a su jubilación. Afortunadamente.