Existen algunos políticos catalanistas, ayer como hoy, que tienen tanto miedo del electorado, que tienen unos principios tan cambiantes y gaseosos, unos políticos que miran tan exclusivamente solo por ellos y por sus cuentas corrientes que están dispuestos a cualquier cosa para no dejar la silla. De estos en todos los partidos los hay. Mientras hoy tenemos gente en la cárcel y en el exilio por hacer política, ellos, en contraste, solo aspiran a no molestar a los poderes fácticos y poco más, aspiran a ir pasando, tú, a ir viviendo y de vez en cuando hacer algún discursito, o proclamar solemnemente que la Seu Vella de Lleida es más bonita que la Almudena, para excitar el personal. ¿Qué se han creído? Estos políticos tan conciliadores y que piensan que tienen tanta mano izquierda, que cuando están en campaña electoral beben en porrón para hacerse los aborígenes, ahora ya han llegado a la conclusión de que el independentismo no debe ser traumático, que no debe alarmar a nadie. Que tras la represión violenta del Estado, que por “ensanchar la base” del separatismo debemos pasar a un independentismo más guay, un independentismo mejor e indeterminado, un independentismo ganador, de rebajas, que debemos dar facilidades, como cuando quieres comprarte una cafetera y el vendedor, después de hablar contigo cinco minutos, está prácticamente dispuesto a regalártela porque se ha enamorado de ti. A punto de darte un beso de tornillo.

El paternalismo y la precipitación electoral arrastran a estos políticos que proponen una nueva Catalunya que llegue a ser tan extraordinariamente acogedora, tan fácil y simpática, tan poco problemática que, en definitiva ya no sea Catalunya. Que sea tan diversa, tan inconcreta, tan mestiza, que vivir en Catalunya sea como vivir en un aeropuerto, donde todo es funcional, cosmopolita e intercambiable con cualquier otro aeropuerto. Que todo sea muy espontáneo, y que el mestizaje nos lleve, como siempre, a la ley del más fuerte, a pasar del catalán al español, que es de lo que se trata. Es lo que pretende el españolismo desde hace siglos, asimilarnos, provincializarnos: aceptar la identidad catalana cuando sea una simple variante de la identidad española, la única identidad posible en el Estado nacional español. Estos políticos independentistas que dicen que es posible una Catalunya independiente donde no se deba hablar catalán —no solo entenderlo— están tratando de engañar a los electores, están tratando de expulsar a los independentistas históricos, que somos cuatro gatos al fin y al cabo, a cambio de las nuevas multitudes susceptibles de votar un independentismo low cost. Por este motivo hay que recordar que la lengua catalana es la vida, la vida misma de nuestro país. Que el catalán hace a Catalunya irrepetible. En todas las sociedades del mundo hay una sola, única, lengua predominante, y que si en nuestro país es la catalana tenemos alguna remota posibilidad de continuidad, de futuro. Pero que si acaba siendo la española ya estamos muertos y enterrados. De este conflicto no se escapa ningún habitante de Catalunya, se quiera admitir o no. Hablar catalán es la única condición para convertirse en un miembro más de la comunidad catalana. No se reclama ninguna raza ni religión, ninguna ideología, ninguna adhesión a nada. Quien habla catalán contribuye a dar vida a la lengua que hace vivir a Catalunya.

Si en algún momento Catalunya fuera domesticada, arrodillada, desprovista de las formas de la vida catalana que Josep Ferrater Mora osó estudiar en su famoso libro y en la Catalanització de Catalunya (1960), nuestra nación despojada de sus formas propias sería tan poco interesante para los recién llegados como para los indígenas. Si en algún momento faltase lo Josep Trueta sintetizó a su hermoso libro L’esperit de Catalunya (1941), no se conseguiría que la causa de Catalunya tuviera más adeptos, todo lo contrario, sería una colonia hispanófona como otra, tan insignificante e indistinguible como cualquier provincia del antiguo imperio. Lo decía sabiamente ayer Agustí Colomines en el  Punt Avui por si nos queríamos enterar y mirar a la realidad cara a cara. No somos un solo pueblo. Y algunos de los que conviven con nosotros nos quieren borrar del mapa. Para llegar a ser un solo pueblo mestizo y en catalán, para conseguir la independencia quizás podríamos empezar por un ejercicio de sinceridad colectiva.