En 2018, unos diplomáticos de Estados Unidos viajaron a Barcelona para conocer sobre el terreno la realidad del proceso soberanista y, entre otras gestiones, nos convocaron a algunos periodistas para que les diéramos nuestra versión. En aquella reunión dije una frase y, nada más pronunciarla, me mordí la lengua, no porque no fuera verdad lo que acababa de decir, sino porque era demasiada verdad como para revelarla. "La realidad ―dije― es que el estado español está dispuesto incluso a matar si es necesario, pero los catalanes no están dispuestos a morir". Vaya de antemano que me siento más identificado con quienes no quieren morir, me parecen más sensatos y menos bárbaros. En todo caso, era una frase algo injusta, porque quizás sí que muchos catalanes habían estado dispuestos en octubre de 2017 a llegar hasta donde fuera necesario. Sin embargo, como se vio después, los líderes de la movilización más sinceros sólo pretendían renegociar con el Estado una ampliación del autogobierno descabezado por el Tribunal Constitucional. Unos nunca creyeron en la independencia ni prepararon ninguna estructura de estado como se habían comprometido. Otros, que se vieron abocados, no estaban dispuestos a asumir la responsabilidad de una batalla con sangre, sudor y lágrimas, y tampoco disponían de los instrumentos coercitivos que se necesitan en estas circunstancias. Así que todo fue un simulacro procurando ingenuamente no forzar demasiado la legalidad española, tratando de evitar una represión que resultó y sigue siendo implacable. Se simuló una declaración de independencia; no se arrió ni sustituyó ninguna bandera; se acató el 155; se aceptó la legitimidad de los tribunales que se inventaron la rebelión; se diseñaron estrategias de defensa que pretendían también ingenuamente sentencias poco severas, y se organizaron recaudaciones para pagar las multas. Dicho de otro modo, se hizo todo lo posible para que el Estado suavizase la represión y se logró todo lo contrario. Desde entonces el Estado se siente más fuerte que nunca e impune para arrasar con cualquier indicio de disidencia por simbólico que sea.

El caso es que políticos, jueces, fiscales, militares, policías, bancos y empresas energéticas vienen practicando todo tipo de hostilidad hacia los rasgos identitarios y los intereses materiales de los ciudadanos de Catalunya, sea con la lengua y la cultura, la justicia, las finanzas, la economía, las infraestructuras y la propia política. Y, por el momento, les está dando buen resultado. La hostilidad del Estado es tan obvia que justifica cualquier deseo de independencia, pero la tendencia más natural es alejarse del caballo perdedor. La beligerancia del Estado se explica porque a pesar de ser evidente que Catalunya no dispone de la fuerza suficiente para independizarse, sí tiene ―o tenía― la capacidad de desestabilizar el Estado y, por tanto, le conviene seguir utilizando todos los instrumentos de disuasión, porque una cosa son los políticos de turno que están de paso y otra muy distinta es la nación que puede despertar en cualquier momento como ha hecho tantas veces.

El Estado utiliza el independentismo como pretexto para desarticular el país. Se siente legitimado para seguir haciéndolo sobre todo si los partidos que se llaman independentistas mantienen ese discurso tan inflamado como perdedor en vez de propiciar la recuperación física y psicológica del país

Expulsar del Parlament a un diputado o destituir a un president por haber colgado un lazo amarillo o una pancarta equivale a una declaración de guerra contra los adversarios políticos. Desde cualquier punto de vista honesto es una obvia tergiversación de la voluntad popular democráticamente expresada y un abuso de poder de manual. Y el hecho de que se reformara una ley para poder perpetrar el atropello es una prueba de la degradación del sistema. Efectivamente, no hay derecho en lo que le hacen a Pau Juvillà ni lo que le hicieron al president Quim Torra, ni la persecución a tantos y tantos represaliados, pero si la represión sigue y no se hace nada o no se puede hacer nada para evitarla salvo protestar un poco, indignarse mucho y acabar acatando y tragando todos los sapos, eso es peor que rendirse. Dicen "el catalán en la escuela no se toca" y automáticamente viene un tribunal, impone su ley y se lo tragan. Esto genera aún mayor sensación de derrota. Por tanto, lo que queda claro es que corresponde un cambio copernicano de estrategia. Y hay que decir que si no era verdad que el 2017 iban a por todas por la independencia, insistir ahora en lo mismo cuando ya no se lo cree nadie y procurando no desestabilizar nada, parece un absurdo cargado de intenciones inconfesables.

Aceptando que una mayoría social tiene la sensatez suficiente como para no estar dispuesta a morir y una mayoría de políticos quieren evitar que los encarcelen o que los inhabiliten, siempre será mejor evitar el combate en el terreno que le es más propicio al contrincante. No hace falta ponerle las cosas tan fáciles al Estado. El Estado utiliza el independentismo como pretexto para desarticular el país y lo seguirá haciendo sintiéndose legitimado, sobre todo si los partidos que se llaman independentistas mantienen ese discurso hinchado que se revienta como un globo pinchado con una aguja. La independencia no es ahora un objetivo factible, pero nunca lo será si no hay país. Así que, después de todo lo ocurrido, la prioridad debería ser la recuperación física y psicológica del país. Joe Biden no está en su mejor momento, pero el presidente de Estados Unidos ha tenido una buena idea, The Build Back Better, para 'Reconstruir mejor', la clase media. Ya veremos si lo consigue. Aquí, en plena dictadura, con todo en contra, eso se denominaba hacer país y era una especie de compromiso de la sociedad que incluía desde el fomento del uso de la lengua a la modernización de la economía, los servicios y las infraestructuras. Esto también hay que volver a hacerlo, porque, de otro modo, puede ocurrir que nuestros nietos ya nazcan en otro país.

PD. La CUP ha utilizado el caso Juvillà para forzar a Laura Borràs a inmolarse. La CUP siempre grita mucho, pero para que se arriesguen los demás. Sin embargo, la presidenta del Parlament, ni Junts per Catalunya, ni Esquerra Republicana no tienen derecho a lamentarse. Te pueden engañar una vez, pero cuando te engañan sistemáticamente y sigues confiando en quienes te engañan, tienes un problema de autoengaño. La mayoría independentista no es mayoría ni es independentista.