Aunque últimamente se enfade por todo, esta vez Joan Tardà tiene razón al enfadarse. A raíz de la finalización del trámite parlamentario para aprobar la nueva ley española de memoria histórica, el antiguo portavoz de los republicanos en el Congreso publicó un tuit contundente. Lamentaba la abstención de su partido, vital para que prosperara una norma que, según él, blanquea el franquismo y traiciona a sus víctimas. Tardà se sitió triste y decepcionado porque su “querido partido ha decidido no plantarse ante la Ley Memoria del PSOE”. La política tiene estas cosas. Él debería saberlo porque se ha tragado otros sapos (pactos) más indigeribles que este, como por ejemplo investir a Pedro Sánchez, el cómplice necesario del PP para acabar con la presidencia de Carles Puigdemont y, de rebote, con la autonomía, después del 1-O. Pero no quiero hablarles de eso. Hablemos de la memoria histórica.

La memoria es huidiza. Incluso se puede perder atacada por cualquier tipo de demencia. La historia, en cambio, solo se pierde a manos del poder, de los manipuladores, de aquellos que la instrumentalizan para justificar el presente. El invento de la tradición, que es tanto como decir la desfiguración de la historia, no es patrimonio de los nacionalistas. Es una actitud bastante generalizada. A derecha y a izquierda. En eso, como en muchas otras cosas, no hay diferencias ideológicas. Es una forma de entender la acción política, basada en la manipulación y el dirigismo. Tanto la derecha como la izquierda aspiran a imponer una memoria pública oficial decantada a su favor. Más que prisioneros de la historia, para resumirlo con el título de libro que Keith Lowe dedicó a la estatuaria conmemorativa de la Segunda Guerra Mundial, somos prisioneros de la memoria. El continente salvaje, Europa, se aferra al pasado mientras en los EE. UU. van cayendo las estatuas de los generales confederados.

Ahora porque ya no está de moda, pero años atrás, cuando en un debate explicabas el coste de la represión franquista y los muertos de la Guerra civil, enseguida se abría la polémica. Saltaba el facha de turno para denunciar la conducta de Santiago Carrillo y los muertos de Paracuellos del Jarama, o bien para censurar a Lluís Companys por los asesinatos en la retaguardia republicana mientras era presidente. Con el tiempo aprendí que para detallar la brutalidad de la dictadura no había que negar los excesos de las Patrullas de Control de la FAI o los horrores de las checas de los comunistas. Para entendernos, que Julián Grimau tenía dos caras, la del policía estalinista que torturaba a los dirigentes del POUM en la checa de Portal de l'Àngel y la del comunista fusilado por el franquismo. El general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor del Ejército Popular, fue leal a la República y a la vez, como he explicado en un reciente artículo, no dudó en acoger en su casa a los familiares de algunos militares sublevados a los que se enfrentaba. La historia está protagonizada por personas y monstruos.

El PSOE forma parte del entramado político que ha convertido la transición en un gran ejercicio de desmemoria. Mientras los republicanos y los independentistas voten condicionados por el Pinto y Valdemoro de los socialistas, no se moverá nada. España nos roba incluso la memoria.

La historia, a diferencia de la memoria, intenta explicar la complejidad. La memoria nos convierte en prisioneros de las obsesiones. La historia, por el contrario, nos libera. Pone ciencia a la memoria. Es por eso que el estudio de la historia debe separarse de la política. Lo que quiero decir es que el relato histórico no puede depender de quién gobierne. Lo ha denunciado la historiadora rusa Alexandra Polivanova, miembro de la International Memorial, una ONG con sede en Moscú que nació en 1987 para rendir homenaje a las víctimas de la represión soviética, en su reciente visita a Catalunya. En diciembre del año pasado, Putin clausuró esta organización acusándola de espiar a favor de los Estados Unidos y Europa. Putin —afirma Polivanova— está muy interesado en la historia para controlarla: “tiene su propia versión. La suya es una historia con una única línea recta, sin controversia”. Todas las dictaduras actúan de la misma manera. En manos del poder, la memoria democrática no existe. Es por eso que en su día recelé de la constitución, por la Ley 13/2007, del 31 de octubre, del Memorial Democrático. Solo uno de los directores que ha tenido esta institución era historiador. Eso ya dice mucho sobre la intencionalidad de quien tenía la responsabilidad de nombrarlos. Josep Benet, abogado e historiador, criticó este Memorial con una contundencia implacable.

¿Y pues? ¿Por qué está triste Joan Tardà? Porque si en Rusia la narrativa memorialista del régimen zarista de Putin glorifica a Stalin, como el sátrapa comunista glorificaba a la zarina Catalina la Grande, en la España de Pedro Sánchez la ley de punto final, la Amnistía de 1977, ha servido para encubrir a los franquistas. O sea que podremos excavar la tierra para encontrar a los muertos enterrados en las fosas comunes, pero no podremos reprobar, tal como se merecen, a los perpetradores. Por ejemplo, los hermanos Creix, dos de los torturadores, entre otros muchos, que actuaron impunemente en la jefatura de vía Laietana, un templo de la represión rehabilitado por una transición sangrienta y menos ideal de lo que difunden los propagandistas del régimen del 78. En Budapest, la llamada Casa del Terror, ubicada en la céntrica calle de Andrássy, fueron torturados, sucesivamente, por los nazis y los comunistas miles de húngaros. En 2002, el edificio se convirtió en un museo para alumbrar la oscuridad de los dos totalitarismos contemporáneos. Algo parecido sería imposible en Barcelona, si no se da la circunstancia de que el edificio está en poder de la Generalitat, como ha pasado con la prisión Modelo.

El problema es que, en España, el PSOE forma parte del entramado político que ha convertido la transición en un gran ejercicio de desmemoria. Tiene razón Tardà cuando señala que no es lo mismo declarar “ilegales” los crímenes del franquismo que declararlos “nulos” o “ilegítimos”. No es una simple distinción semántica. Podría tener repercusiones jurídicas para reparar a las víctimas que llevan años esperándolo. Si a esto le añadimos que el proyecto de ley no prevé el retorno del patrimonio expoliado, lo que puede comportar que no se restituyan a la Generalitat de forma definitiva los documentos que todavía se retienen en Salamanca y en el archivo de Ávila, se entiende el enojo del patricio republicano. Esquerra y Junts se abstuvieron, cuando tendrían que haber votado en contra, para evitar coincidir con la triple derecha que se opone frontalmente a una ley tan poco atrevida. Mientras los republicanos y los independentistas voten condicionados por el Pinto y Valdemoro de los socialistas, no se moverá nada. España nos roba incluso la memoria.