La mágica idea de que año nuevo, vida nueva, no pasa de ser una mágica alegoría. Los problemas no cambian de signo, más bien, se agravan, con el paso de los días. Los problemas no entienden de calendarios. Lo que es un problema el 31 de diciembre sigue siéndolo el uno de enero siguiente.

España tiene una serie de problemas graves, de fondo, y ahora todavía más debido a la pandemia. Es un milagro, más bien una heroicidad de los sanitarios, dar servicio hospitalario y de asistencia primaria de calidad, después de un desmantelamiento a conciencia; desmantelamiento, apenas paliado durante estos 21 meses de pesadilla que llevamos. La pandemia ha profundizado muchos de nuestros males. Igual que ha habido que desprogramar intervenciones y asistencias médicas delante de la avalancha incesante de la covid-19, las reformas de fondo no han aparecido. Lo urgente esconde lo importante.

España es un país, desde el punto de vista de gobernanza, bastante invertebrado. Una monarquía que va a la deriva, incapaz de autocontrolarse, un gobierno que no acaba de cuajar, unas instituciones de control están sectariamente capturadas y, por encima de todo, dicha cuestión territorial, o sea Catalunya, sin mínimamente resolverse. Por si todo eso no fuera para temblar, la economía no solo no se eleva como lo han hecho las del resto de los socios europeos, sino que cada vez más la desigualdad aumenta, una desigualdad prácticamente sistémica. Veo difícil que con los nuevos presupuestos, los fondos estructurales europeos y la contrarreforma laboral se pueda salir del bache. Es difícil escondiendo la cabeza bajo el ala, sin coger el toro por los cuernos.

Con declaraciones menos o más solemnes los problemas, y, todavía menos, los de fondo, tienen solución. Oyendo esta semana a Pedro Sánchez dando prioridad al tema de la recuperación económica y aplazando sine die la mesa de diálogo, que me perdone Pep Plaza, pero el premier parecía su socio y no al revés. Al fin y al cabo, se había hecho realidad el sempiterno sketch polaco sobre la fantasía de la mesa de diálogo.

Resulta altamente improbable no perder más crédito político con unas declaraciones como estas. En buena parte son fruto de nula información rigurosa sobre Catalunya que le llega a Sánchez. El rumor de que los catalanes son flojos —¡nunca, sin embargo, se había puesto en jaque al Estado como hasta ahora!— y que con los enclenques indultos la cosa se calmaría puede llevar a más de una sorpresa. La paciencia de los ciudadanos, a diferencia de la de los políticos institucionales, es inconmensurable: no se sabe nunca cuando puede acabar. Se puede ir a dormir creyendo en la calma absoluta y despertarse con un estruendo de proporciones bíblicas. Cómo responde la gente es una incógnita y una de las (des)gracias de la Historia.

La paciencia de los ciudadanos, a diferencia de las de los políticos institucionales, es inconmensurable: no se sabe nunca cuando puede acabar

Sánchez, otro político resiliente que se cree ungido por la baraka, un cesarista por naturaleza, tiene que saber que la suerte no es eterna, que como la vida tiene un final, que no avistamos, que puede ser repentino. Si Sánchez sigue tirando de la cuerda, esperando la próxima parada electoral, ahora en Valladolid el próximo febrero, podrá obtener el enésimo balón de oxígeno o no. En Madrid las cosas le fueron muy mal; como nunca habían ido en Madrid.

No jugar ninguna carta por Catalunya es ser suicida. Hacer caso de sus delegados en Barcelona y creer en la recuperación del históricamente cinturón rojo metropolitano, cuando Barcelona parece perdida irremisiblemente por sus colores, no sería sensato. Al fin y al cabo, no parece nada sensato no dar salida democrática a un problema político, que solo se puede resolver democráticamente con buenas dosis de osadía política.

No es solo la mesa de diálogo u otras plataformas. Es que la financiación continúa postergada. Es que Rodalies y otras infraestructuras —recordad los cuentos del aeropuerto?— llevan 30 años de retraso —los impuestos, sin embargo, se pagan en valor de hoy. Es que las reformas legales en materia penal (sedición, ley mordaza, ley de seguridad nacional...) no han avanzado ni una coma, entre otras cosas porque, más que de reformas, se trata de podas normativas a fondo; vaya, de derogaciones de artículos y de artículos.

Las instituciones pueden arreglar el malestar ciudadano durante un tiempo. Pero ni lo pueden hacer para siempre ni para asuntos sobre los que  no tienen ni soluciones ni palancas para forzarlas.

En resumen, que 2022 no sea otro año de la marmota.